CARLOS BENITO
Domingo, 18 de octubre 2015, 01:05
Cuando Los 33 de Atacama salieron de la mina, después de pasar 69 días a 720 metros de profundidad, la luz no fue lo único que los deslumbró. Allá abajo, la oscuridad del pozo se había sumado a la negrura de sus peores pensamientos, cuando les flaqueaban las fuerzas y creían que solo iban a volver a la superficie muertos, y eso si había suerte y no quedaban sepultados para siempre. Una vez fuera, embriagados de aire limpio y de vida, se encontraron con un porvenir que resplandecía como el sol: los poderosos no paraban de hacerles promesas, los abogados les pedían que firmasen documentos muy importantes, y todo hacía presagiar que su futuro no solo iba a compensarles por las angustias y los padecimientos del accidente, sino también por la obstinada miseria de su existencia anterior.
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Hoy se cumplen cinco años de aquella jornada en la que el mundo entero estuvo pendiente de un rincón perdido del desierto chileno, asistiendo a los descensos y ascensos de la cápsula de rescate con una mezcla de pasmo (¿era posible que todo estuviese saliendo bien?) y nerviosismo (¿no se torcerían las cosas en algún momento?). A lo largo de aquel paréntesis tenebroso de más de dos meses, entre el 5 de agosto y el 13 de octubre, los mineros se habían convertido en protagonistas de una de las aventuras más fascinantes de la historia: los treinta y tres hombres humildes y recios, acostumbrados a la rudeza de la mina, emergieron del agujero como estrellas cotizadas a las que reclamaban desde lugares lejanos. Y sabían de ese cambio en su condición, porque la expectación planetaria se había abierto camino hasta su refugio subterráneo. Al fin y al cabo, su periodo de encierro estuvo marcado por los homenajes y las donaciones: los 6.000 euros que un filántropo regaló a cada familia, los rosarios de Benedicto XVI, las camisetas del Real Madrid y de David Villa, los iPods remitidos por Steve Jobs...
Los mineros se imaginaban con la vida resuelta, pero aquella confianza no se ha visto del todo satisfecha. Hoy, Los 33 habitan un territorio peculiar donde el brillo de la celebridad convive con los rigores de la clase obrera. Su gran privilegio es la pensión vitalicia que les concedió el Gobierno, que durante los primeros cuatro años solo benefició a los catorce de más edad y que desde el pasado octubre es percibida por todo el grupo: asciende a unos 400 euros al mes. Además, cobraron cuatro entregas de 1.300 euros por los derechos cinematográficos y otros 900 euros por los editoriales. Pero la situación de la mayoría de ellos no parece muy diferente a la de antes del derrumbe, siempre trampeando entre el desempleo y los trabajos de poco lustre en la construcción, el transporte o la propia minería. El accidente desbarató sus sistemas nerviosos y prácticamente todos arrastran secuelas como insomnio, pesadillas, irascibilidad, crisis de pánico o depresiones, que les hacen todavía más difícil ganarse la vida. Para colmo, algunos patrones no quieren contratarlos porque los suponen ricos, y otros recelan de que su fama pueda suponer un problema, ya que no aceptarán la explotación con la docilidad de otros subordinados.
El cine
Los 33, dirigida por la mexicana Patricia Riggen y protagonizada por Antonio Banderas (en el papel de Mario Sepúlveda), Juliette Binoche y Mario Casas, se estrenó en Chile el 6 de agosto. Ha sido un gran éxito de taquilla en el país sudamericano. El guion se basa en el libro En la oscuridad, del pulitzer Héctor Tobar, publicado en España por Paidós.
Los museos
El Museo Regional de Atacama exhibe la cápsula Fénix con la que se realizó el rescate y el mensaje que los mineros enviaron al exterior, con el texto Estamos bien en el refugio los 33. También el Museo de Colchagua tiene una exhibición dedicada al accidente.
Los juicios
La investigación oficial se cerró en agosto de 2013 sin identificar a ningún responsable del accidente. Además, sigue pendiente la demanda presentada por los afectados contra la empresa minera y el Estado, a los que reclaman once millones de euros.
Una posible manera de resumir sus treinta y tres trayectorias a lo largo de estos cinco años es fijarse en los dos extremos de la suerte. Hay cierta unanimidad sobre cuál de los mineros ha sido el más exitoso: Mario Sepúlveda, carismático y bipolar, ya fue uno de los líderes durante el encierro y después ha sabido reinventarse como conferenciante motivacional, con esa seguridad en sí mismo que exhibía en los vídeos grabados en la mina. Incluso cuenta con un apodo resultón, Supermario. «Creo que lo mejor que me ha pasado en la vida fue haberme quedado allá abajo con esos 32 compañeros. Creo que todo pasa por algo y el accidente sirvió para demostrar que el mundo se puede unir y hacer cosas maravillosas», ha llegado a declarar este ferviente cristiano, que posee también una empresa de construcción.
Drogas y alcohol
A la hora de decidir cuál ha sido el más desventurado, uno se encuentra con más candidatos. Quizá el que cuenta con más papeletas para alzarse con ese título indeseado sea Edison Peña, el fan de Elvis apasionado del atletismo que, allá en el refugio, se recortó las botas para hacer kilómetros y kilómetros sin moverse del sitio. Edison, como Supermario, parecía haber encontrado la esquiva veta del éxito: aceptó el desafío de correr el maratón de Nueva York al mes de ser rescatado, después participó en el de Tokio, y sus imitaciones del Rey del Rock lo convertían en una golosina para el público internacional, pero las drogas y el alcohol devoraron su prestigio y sus ahorros y Edison acabó alternando entre el desempleo y los centros de desintoxicación. Tampoco se sitúa mal en esta competición Ariel Ticona, el minero que presenció el nacimiento de su hija Esperanza desde el refugio, a través de una videoconferencia. Él fue uno de los pocos que volvieron a arrancar mineral bajo tierra, aunque tuvo que dejarlo a los seis meses para someterse a tratamiento psiquiátrico: va tirando con chapuzas en la construcción, pero este año ha perdido su casa y su coche en las lluvias torrenciales de marzo, que hicieron desbordarse el río Copiapó.
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Daniel Herrera se colocó en una mina a tajo abierto y actúa como guía ocasional en el Museo de Colchagua. Raúl Bustos fundó una sociedad de structuras metálicas, que fracasó, y ahora se encarga de bombas y soldaduras en otra empresa. Yonni Barrios, el enfermero que tenía dos mujeres esperándole fuera, vio cómo el empleo prometido en un hospital se quedaba en humo. Omar Reygadas se compró dos camionetas e instala tuberías. Darío Segovia se ha ganado la vida con la venta ambulante, mientras acariciaba su viejo sueño de montar una frutería. Pedro Cortés pudo completar sus estudios para ser electricista, gracias a la ayuda de un ciudadano suizo, y ahora trabaja para una sociedad pública. El boliviano Carlos Mamani, el único no chileno, regresó al pozo pero sufrió un ataque de pánico y ahora está de baja médica. Juan Illanes es operario de mantenimiento a más de 2.000 kilómetros de su familia. Franklin Lobos, el minero futbolista que de joven llegó a jugar en la selección, se ha dedicado al transporte de trabajadores. Y los hay, como Jorge Galleguillos o el jefe de cuadrilla Luis Urzúa, que no han podido o no han querido desligarse de la experiencia extrema que les tocó vivir: el primero ejerce de archivero de Los 33 y recibe, a cambio de propinas, a los turistas que se aventuran hasta la mina San José; el segundo preside la fundación creada para preservar su historia.
Pero, además del destino de cada minero, no queda otro remedio que fijarse en la salud del grupo, ya que el vínculo creado en la solidaridad del refugio no siempre ha resistido las tensiones de la vida exterior, con sus rencores, sus envidias y sus tejemanejes. El estreno en Chile de la película Los 33, protagonizada por Antonio Banderas, ya fue una prueba clara de que algunos ánimos están caldeados. Tres de los mineros se negaron a acudir, en señal de protesta por la cesión a perpetuidad de sus derechos: «Es cierto, firmé un contrato, pero abusaron de nosotros. Yo no leí. Íbamos recién saliendo, con pastillas, dopados, y nos apuraron», ha explicado a La Nación Víctor Zamora, que allá en el refugio solía ejercer de bromista oficial del grupo. Otros dos Luis Urzúa y Juan Carlos Aguilar solo pisaron la alfombra roja tras negociar hasta el último momento con los productores, en una reunión para revisar los derechos que duró cuatro horas y media. «Lamentablemente, no fuimos los 33 los que peleamos», ha dicho el correoso Urzúa.
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Este mismo fin de semana, se ha abierto un frente inesperado: cuatro de los mineros han denunciado a los compañeros que dirigen la fundación, por presunta apropiación indebida. «Usaron nuestro nombre para recibir donaciones», les acusan. Cuando se cumplen cinco años del rescate, parece claro que el dinero cada vez está abriendo más grietas en Los 33, aquel colectivo sólido como una roca que hoy amenaza con derrumbarse.
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