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PPLL
Sábado, 26 de septiembre 2015, 00:23
La M56 es una carretera que se extiende a lo largo de más de 2.000 kilómetros en el extremo oriental de Siberia, entre las localidades de Magadán y Yakutsk. La denominación oficial habla de ella como una autopista, pero ni siquiera está asfaltada en todos sus tramos, y en el peor de ellos solo puede ser transitada en vehículos todoterreno y aún así con grave riesgo para sus ocupantes. Los especialistas la consideran una de las más peligrosas del mundo. Pero, por encima de esa, hay otra característica que la hace única:uno de sus tramos fue construido utilizando como material para el firme lo que en la ingeniería de obra pública se llama zahorra los huesos de centenares de miles de presos que murieron en el Gulag. De ahí su nombre:carretera de los huesos.
En una región de climatología tan adversa como la de Kolymá, pero en una zona mucho más occidental de Siberia, Stalin ordenó la construcción de una línea de ferrocarril cuya utilidad nunca estuvo clara para nadie porque comunicaba ciudades con muy pocos habitantes y escasa actividad comercial. Se trata del ferrocarril 501, que cubría la ruta entre Salejard e Igarka. Algunos conocen esa línea como el ferrocarril polar porque la primera de las ciudades está situada justo en el Círculo Polar Ártico.
Se calcula que entre 1949 y 1953 más de 100.000 presos se dedicaron a la construcción de la vía en unas condiciones terribles. Ya la planificación de la línea era de enorme complejidad, porque había que atravesar dos ríos sin construir puentes en verano los convoyes usarían unas enormes barcazas y en invierno estaba previsto tender las vías sobre el hielo. Pero los ingenieros que diseñaron el trazado no contaron con que cuando llegaba el deshielo el terreno se deshacía, literalmente, y las vías se curvaban hasta ser inservibles. A la muerte de Stalin, algunos tramos fueron definitivamente abandonados. Ningún tren llegó a circular por ellos. Las vidas enterradas entre el balasto no sirvieron para nada.
La historia de esa vía aparece contada muy brevemente en la novela de Reyes Monforte Una pasión rusa, que relata la vida de Lina Codina, la española que se casó con el compositor Sergei Prokofiev y fue enviada al Gulag por Stalin. Se trata de unas pocas líneas en un tomo de casi 600 páginas, pero llama la atención porque parece increíble. Y no lo es. La carretera de los huesos existe y siguen llamándola así. Nació como un delirio de Stalin, uno más:una obra faraónica destinada al transporte de oro y metales desde las minas situadas a orillas del río Lena hasta la costa del Pacífico.
La magnitud del reto de construir una carretera así no está en la longitud es como ir y volver de Pontevedra a Alicante sino en las condiciones en las que la obra debe hacerse. La vía atraviesa la región más fría del mundo, en la que los inviernos son interminables y la temperatura baja con frecuencia de -40º. Para los condenados, era una suerte si el termómetro pronunciaba su caída hasta los -50º. Solo en ese caso se suspendían los trabajos. En esas condiciones, no servía la maquinaria con la que se contaba para una construcción de ese tipo en los años treinta y cuarenta. La consecuencia de ello era que muchas tareas debían hacerse de forma manual.
El adjetivo inhumano encaja como un guante a la hora de describir ese trabajo. Pero eso no importaba a Stalin ni a la cúpula dirigente de la URSS:disponían de un ejército de esclavos. Centenares de miles, millones de presos que fueron a parar al complejo de Kolymá por delitos que en la mayoría de los casos no habían existido:espionaje, conspiración contra el Estado, colaboración con elementos contrarrevolucionarios... Daba igual que fueran intelectuales, actores, militantes de lealtad inquebrantable, científicos, maestros, militares, amas de casa o estudiantes. Todo valía porque los policías debían cumplir con cupos de arrestos y nadie, ni los más estrechos colaboradores del líder supremo, estaba a salvo de la arbitrariedad.
Tampoco hacían falta pruebas, lo que facilitaba mucho la tarea de los arrestos. Los jueces aplicaban la doctrina Vishinski:era posible dictaminar la culpabilidad aunque no hubiese quedado demostrada la intención de causar daño y se podía condenar a un ciudadano por un delito cometido por otros. Por eso, muchas mujeres y adolescentes terminaron en los campos. Eran culpables de ser familia de un condenado.
Hubo magistrados que llevaron la norma a sus últimas consecuencias:tras la Segunda Guerra Mundial pueblos enteros fueron enviados al Gulag. Algunos de sus habitantes habían sido acusados de contrarrevolucionarios y condenados por ello. El resto, por no haberlos denunciado. Daba igual que lo primero resultara falso y por tanto no hubiera lugar a la denuncia. En un país en el que los cargos se inventaban, las confesiones estaban escritas antes del interrogatorio como las sentencias judiciales antes de la vista oral y la delación era casi un género literario, todo valía.
Material de construcción
Una parte de la carretera de los huesos transcurre en torno al complejo de Kolymá, seguramente el más duro de cuantos formaron el archipiélago Gulag. Las obras comenzaron en 1932, cuando aún no se había desatado la gran purga previa al inicio de la guerra, y concluyeron en 1953, el año de la muerte de Stalin. Nunca se sabrá cuántos presos trabajaron allí. En total, se estima que por el Gulag pasaron más de 40 millones de personas. En el momento de máxima ocupación, llegó a haber 12 millones de forma simultánea. Algunos historiadores dicen que solo en el complejo de Kolymá murieron dos millones durante esas dos décadas. Otros aseguran que fueron incluso más. Casi todos los reos trabajaban de una forma o de otra en la carretera, de manera que el cálculo es simple:hubo un muerto por cada metro de vía.
Los cadáveres fueron utilizados como material de construcción para paliar, al menos en parte, algunas dificultades que presentaba el terreno:una superficie helada durante ocho meses al año y un enorme barrizal los otros cuatro. Ante la falta de áridos para asentar el firme, alguien decidió que los huesos a veces triturados, otras enteros eran un buen sucedáneo. Cada noche, una brigada sacaba los cadáveres de los presos qu habían muerto en los barracones y los iba depositando en las zanjas. Otros reos lo ponían aún más fácil: fallecían durante la jornada de trabajo y sus cuerpos quedaban allí mismo. Muchos se dejaron morir. Hay algunas imágenes que lo prueban: hombres exhaustos, sin esperanza, que optaron por alejarse de la mirada de los guardias y sumergirse en el sueño blanco que, a temperaturas tan bajas, conduce con rapidez a la nada.
Tras la muerte de Stalin, los campos de trabajo fueron despoblándose. Las obras de la carretera se terminaron de cualquier forma. Hubo que esperar muchos años para que asfaltaran algunos tramos, pero ni siquiera ahora lo están todos. Por eso, cuando llega el deshielo, el firme se convierte en una pasta semilíquida en la que afloran los huesos. Los residentes en la zona saben que, cuando circulan por ahí, están transitando sobre el cementerio mayor del mundo. Un cementerio sin lápidas ni registro, donde es frecuente ver automóviles varados en el barrizal y viajeros que esperan a que alguien los rescate.
El actor escocés Ewan McGregor hizo la ruta en motocicleta hace diez años, acompañado por un puñado de aventureros. Estaban rodando un documental para una serie de televisión que puso de moda la vía entre los aficionados al turismo alternativo y de riesgo. Cuando los pocos presos que sobrevivían abandonaban el Gulag, debían firmar un documento por el que se comprometían a no contar nada respecto de los interrogatorios sufridos, los juicios-farsa y la estancia en los campos. Muchos rompieron el silencio cuando se desmoronó la URSS. Otros no pueden hablar porque no resistieron el castigo. Pero sus huesos están en la carretera para dar testimonio de lo que allí sucedió.
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Rocío Mendoza | Madrid, Lidia Carvajal y Álex Sánchez
Encarni Hinojosa | Málaga
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