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El comandante Paul W. Tibbets, de 30 años, saluda desde la cabina del B-29, el día del ataque a Hiroshima. Tibbets mandó escribir en el morro del avión el nombre de su madre, Enola Gay.
El vuelo del silencio

El vuelo del silencio

Dos pilotos rivales que no se hablaban. Así se vivieron en el B-29 las horas previas al lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, hace hoy 70 años

PPLL

Jueves, 6 de agosto 2015, 13:36

Dios mío pero, ¿qué hemos hecho?». La bomba atómica que arrasó Hiroshima, hace hoy 70 años, también estalló sobre la conciencia de los norteamericanos. El artefacto más mortífero de la historia, que abrió la era nuclear, protagonizó además un conflicto moral sobre su uso que hoy sigue abierto. Desde luego en la sociedad norteamericana, pero también en Japón que, tras ser su víctima, apostó con el tiempo por el poder pacífico de la energía nuclear, hasta que sufrió el desastre de Fukushima en 2011. Las dudas y el debate se han vuelto a expandir en estos últimos años en el país del sol naciente de forma tan amplia e invisible como la radiactividad que dejó Little boy, el pepino de 4,4 toneladas que cayó sobre Hiroshima. Siguió matando incluso décadas después de reducir a escombros 60.000 edificios y borrar a más de 70.000 personas en unos segundos. Eran las ocho y cuarto de la mañana.

Las dos caras de este debate se sentaron a los mandos del Enola Gay, el superbombardero B-29 que soltó la bomba. Ya no queda vivo ninguno de aquellos 12 hombres que viajaban en el aparato y que en general reclamaron el olvido y el silencio de la historia tras ser condecorados como héroes y que, según la propaganda oficial, evitaron miles de muertes inútiles en los estertores de una guerra cuyo final ya estaba resuelto. Doce hombres cuyo relato colectivo se resume en el papel que jugaron sus dos pilotos: Paul W. Tibbets y Robert Lewis.

Como jefe de la expedición, el comandante Tibbets encarnó hasta su muerte en 2007 (tenía 92 años) el convencimiento de su papel. «Un sentimental jamás habría pilotado aquel avión. Pero nunca perdí una noche de sueño por la bomba de Hiroshima», repitió una y otra vez. Aunque algo le debía roer por dentro cuando dejo escrito que no quería funeral ni lápida en su tumba en Ohio para no ofrecer a sus detractores un lugar donde ir a protestar.

En cambio, solo un fulminante ataque cardíaco a los 65 años (1983) acabó con los remordimientos de su compañero de cabina Robert Lewis. En su bitácora del vuelo reescribió para la historia la frase que encabeza este artículo, una edulcorada falsificación de la verdad. Al parecer, al observar cómo se precipitaba la bomba desde casi 10.000 metros de altura soltó un «¡miren cómo vuela esa hija de puta!», que su superior Tibbets le «invitó» a rectificar en su relato posterior. Pero el tiempo y la confirmación de los efectos mortíferos, de aquel apocalipsis, derrotaron a Lewis, que vivió y murió arrastrando el peso de la culpa. «Si vivo cien años, nunca conseguiré borrar esos pocos minutos de mi mente».

A pesar de su fama de frío y perfeccionista, Tibbets tuvo un rapto de amor filial en las horas previas a aquella expedición. Mandó escribir en el morro del avión el nombre de su madre, Enola Gay, «mi valiente madre pelirroja, cuya tranquila confianza había sido un firme apoyo en mi infancia, y especialmente cuando decidí renunciar a la carrera de Medicina para convertirme en piloto militar».

Bronca a bordo

La misión más secreta de la historia militar norteamericana se fue reconstruyendo con el tiempo. Solo entonces se supo que uno de los mayores riesgos de una operación que se gestó durante años pudo estar en el factor humano. Lewis era el mayor experto en vuelos con aquel enorme pájaro que eran los B-29. Un héroe de guerra con 40 misiones en Alemania en las que siempre logró regresar entero. También era «mujeriego e imprevisible» y por eso le llamaban, debido a sus genes, el Irlandés Indomable. Y tan indomable. La decisión a última hora de dar los mandos a Tibbets y que éste estampara el nombre de su madre en la panza de «su avión» enrabietó a Lewis.

La misión clave para acabar con la guerra tenía sobre los controles a un gran piloto de «24 años pero que aparentaba 14», confesó alguna vez su superior. Así que aquel 5 de junio se confirmó que el aparato de Lewis llevaría la carga pero Tibbets, que apenas había volado en este modelo, decidió ir al mando. Eso y la gracia con el pasaporte a la fama de su mamá, la señora Gay, acabaron por cabrear del todo al copiloto. «Irrumpí en el despacho de Tibbets. Era mi avión y yo tenía que haber elegido el nombre», le reclamó.

No parecía el mejor ambiente para los preparativos en la base militar de Tinian (islas Marianas, mar de Filipinas), a seis horas de vuelo de las costas japonesas. Cuando se confirmó la hoja de ruta y la bomba en su bodega ya había preñado al Enola Gay para parir toda aquella muerte colectiva, los pilotos ni se dirigieron la palabra durante la rutina de chequeos previos.

Y menos después de que el comandante, al que Lewis llamó en sus memorias el Viejo Toro, le explicara minutos antes del despegue el último aspecto de la operación. Si eran derribados o capturados no podía haber supervivientes, dado el carácter de la misión. El mando le había entregado un paquete con cápsulas de cianuro para cada tripulante. Si alguien se negaba a usarlas, el Viejo Toro tenía orden de «pegarle un tiro». La respuesta del Irlandés Indomable quedó a la altura de su mito: no abrió la boca pero extrajo de su chaqueta de piloto una caja de preservativos. Genio y figura.

A pesar de ser la mayor fortaleza aérea de su tiempo, nadie tenía claro que el B-29 pudiera elevarse con sus 66.600 kilos de peso. Aquella madrugada del 6 de agosto, Tibbets decidió agotar la pista de despegue para lograr la máxima velocidad. A pocos metros les esperaban los acantilados. «¡No toques los controles!», le gritó a Lewis, asustado porque se acababa la pista. Finalmente, la aeronave se levantó.

Por la autopista aérea aún quedaba una operación clave: cebar la bomba. Hacerlo en la base de Tinian hubiera puesto en riesgo la vida de 30.000 hombres y 600 bombarderos. De ello, se encargó el artillero Morris Jeppson, que siempre presumió de que fue «la última persona que tocó elarma más mortífera de la historia».

Después de cinco horas de silencio tenso, Tibbets abrió el intercomunicador a las 7.24 horas. «Es Hiroshima». Los aviones metereológicos que iban por delante marcaron el destino de la ciudad. De los tres posibles objetivos, era la que presentaba un cielo más despejado. A las 8.15 las compuertas se abrieron, la tripulación se puso sus gafas Polaroid. Lo demás ya es de sobra conocido. El hongo más dañino jamás visto. «Su base es un caldero burbujeante, un hervidero en llamas», escribió Lewis. Unos y otros hicieron sus pinitos en la poesía del apocalipsis. «Fue como si el cielo se desplomara sobre la Tierra y luego volvieran a separarse», proclamó otro tripulante.

Pero cuando se avanzó en el balance real de daños, los héroes dejaron de serlo e incluso recibieron amenazas de muerte. El fallecimiento del último tripulante Theodore Van Dick hace justo un año no ha sellado la pregunta que siempre rondó a sus compañeros. ¿Fue necesario?

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