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francisco apaolaza
Viernes, 5 de junio 2015, 00:06
Corren por el Retiro una joven y su exhausto bulldog francés. Un escalador limpia una fachada de la calle Velázquez sin preocuparse de la altura. El aire templado sostiene en el aire las pelusas blancas de las chopas, como briznas de polvo espacial. Madrid parece en calma, pero en una habitación del hotel Wellington, un hombre mantiene la tercera guerra mundial contra el miedo, contra sí mismo y contra la suerte. Esta es la increíble historia de Diego Urdiales (Arnedo, La Rioja, 1975) el matador outsider que toreó este jueves en Las Ventas y que se juega las femorales de una carrera extraña, discreta y a la vez purísima.
¿Qué teme ahora?
No sé A todo. A no estar. Al toro.
De su voz, una pequeña parte es sonido, y el resto, todo aire. Quedan un par de horas para que ponga un pie en el túnel de cuadrillas y pose ante los fotógrafos en el lugar más solitario del mundo. Diego se centra el nudo del corbatín frente al espejo de la suite 219 como si se ajustara al cuello una soguita de seda colorada. Rubén, su hermano, se afana en apretarle los machos del vestido tabaco y oro junto a la cama, revuelta de tanto sudar el compromiso en una siesta no dormida. Completan el retablo un altarcillo donde también están su esposa Marta y su hija Claudia, la silla, la montera, una tableta de chocolate y dos pantuflas sobre la moqueta verde con motas blancas. A Luis Miguel Villalpando, su apoderado, le trepa el humo blanquísimo del pitillo por la manga del traje azul. «Tú estate convencido y danos lo que queremos ver. Palante». La habitación de un torero es un reactor nuclear fuera de control y se sale de allí bañado en cierta fosforescencia. «Vamos», dice Diego. En el descansillo ríen dos turistas como cigüeñas. No hay vuelta atrás.
¿Sabe si va a estar bien o mal?
A veces sabes sí o sí que vas a estar bien, seguro. Otras, en cambio, el esfuerzo es titánico.
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Hay hombres que darían una mano por estar en su piel y la otra por escapar. Hoy es la tercera de las tardes en Las Ventas y tiene a medio mundo mirándolo, hasta los que venden el aguafría. En las otras dos no tuvo suerte con el ganado y el año pasado toreó solo once corridas. El primer día le fueron a ver don Juan Carlos y Curro Romero, el rey de los toreros. Urdiales es su preferido. Por la noche, en la habitación, mientras cenaban, El Faraón de Camas le dijo: «Los toreros como tú y yo tenemos que estar mal de vez en cuando». Los toreros como tú y como yo... Urdiales casi se atraganta con la merluza. «Fue tremendo».
¿En qué se diferencia su toreo?
Que lo diga yo es complicado. Pero es personal. Lo que marca la diferencia en un muletazo es que hay una personalidad sentida. Me dijo el maestro que el misterio se tiene o no se tiene. Es un cosquilleo dentro y hay que conseguir que dure cada vez más. Se busca por medio de la pureza, de la fragilidad, la naturalidad. Es un terreno misterioso.
¿Qué nota?
Entras en un estado especial. No piensas en miedos, ni en dolor, sino en sentir, en dejarte llevar.
Cenar con el maestro, que le vaya a ver el Rey... todo ese boato le pesa como un pelotón de fusilamiento, cuentan sus amigos. No siempre fue así. Ni siquiera ahora. Con un apoderado independiente del gran sistema, la carrera de Urdiales, que ha sido reconocida por muchos aficionados como una de las más puras, no termina de romper en figurón. De que hoy salga bien dependen dos docenas de contratos y la tarde tiene el sabor de la última oportunidad en una vida tejida con últimas oportunidades.
Le negaron hasta la primera. Con 11 años, a Urdiales le mandó su abuela a un recado, vio la puerta de la plaza de toros de Arnedo abierta y se coló en la escuela taurina. Volvió y les dijo: «Me voy a ser torero». Hoy, vistiéndose con el torso descubierto, el matador es un tipo fibroso de estatura recortada, con un rostro de rapaz sobre un cuello fino que se prolonga en dos brazos fuertes como cables, unas muñecas anchísimas y huesudas y unas manos generosas que desplegadas son las alas de un águila. Con 11 años tendría el cuerpo de un alevín de crustáceo. Así que el profesor de tauromaquia le mandó soltar los trastos hasta que creciera. Fue la primera de tantas en la frente, pero los chavales se empeñaron en que lo viera y Rafael Guerrero, banderillero sevillano que ponía cafés en el Vichory, le dejó arrancar y se quedaron toreando hasta que se hizo de noche. Hasta hoy.
De novillero lo ganó todo y alguien le bautizó Dieguito Valor. Con 20 años se llevó el certamen del Zapato de Oro de Arnedo, la olimpiada de los que sueñan con dar el salto. Triunfó, sobre todo en Francia, donde lo adoran, pero con el toro, la vida le pondría a prueba. Hubo años de una tarde, de dos, dos de ninguna Creó un hogar con Marta Tomás, una guerrera amazona riojana de ojos verdes, y trabajó pintando suelas en la industria del calzado y, especialmente, con la brocha. «Fui muy feliz como pintor», recuerda, pero había años que no lo ponían ni en el cartel de su pueblo. Marta, que tiene la casta de un santacoloma, nunca le dijo «hasta aquí has llegado» y él tampoco se lo dijo a sí mismo. No dejó de entrenar ni un solo día. Embestía Juanjo, el hermano que viene detrás de él, que aprendió a hacer de toro literalmente según encastes: ahora como un Miura, un Juan Pedro o un Victorino. Así lidió todas las ganaderías sin siquiera verlas.
Cada noche, el matador salía de casa a torear de salón a la plaza sin un contrato. Debajo del chándal vestía un traje de luces, como si saliera hoy del Wellington. Debajo de todas las pieles y de toda circunstancia, Diego siempre ha sido torero y al caer el sol, al tomar los trastos, sentía un calambrazo que le subía por las manos y le daba otras 24 horas de vida artística, como un Frankenstein en busca de la oportunidad de su vida. «Cuando cogía el capote me cargaba de energía. Me llenaba».
Las vacas de los niños
En 2007, con 32 añazos, siendo ya matador, se fue a un certamen de novilleros a una finca y cuando los chavales se largaron a almorzar, se tiró a las becerras para ver si podía dar algún muletazo. En ese viaje, un empresario le dijo que se le había pasado el arroz, y se equivocó. Entró en la plaza de Arnedo «por los amigos», en Logroño indultó un Victorino y lo contrataron para una sustitución en Madrid: «Me cogió la llamada subido a una escalera». Entonces triunfó y el empresario se presentó en su habitación a presumir de su compañía.
Tuvo su oportunidad, pero sigue siendo un outsider. Camina a contrapelo en un mundo donde las oportunidades cada vez sirven menos y en el que todo está cerrado de antemano. En Andalucía solamente ha toreado en Sevilla y no está en la Feria del Toro de Pamplona de 2015.
¿Rebota en el sistema?
Yo creo en un respeto y en una dignidad. Cuando vas por un camino independiente, en el que te importa todo eso, rebotas. Las condiciones son que no te maltraten económicamente, que te respeten.
A veces, sale de ese mundo y de todos los demás y se queda en suspenso, mirando más allá de las cosas. A Claudia, su hija de 6 años, que es su bálsamo, le pasa lo mismo en el colegio. Diego se reinicia de vez en cuando. «Está bonita Madrid», dice de pronto. Pasa la mañana como un trago de agua fresca, ajena al compromiso atroz del torero, pero el Retiro cuajado de paseantes en día de labor tiene algo de los lunes al sol. En cada persona se presiente una batalla terrible, cada uno lleva la suya. En su sonrisa, por momentos ajena a lo de después, a lo de hoy, Diego es un milagro. Es el tipo que consiguió su sueño y no se dio por vencido.
¿Qué les diría a esa gente que está a punto de tirar la toalla?
Que crean en ellos.
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