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El DC-9 de Aviaco quedó partido en dos y destrozado.
El avión del milagro

El avión del milagro

El 30 de marzo de 1992, un DC-9 de Aviaco golpeó violentamente la pista del aeropuerto de Granada y se partió en dos. Solo uno de los heridos sufrió lesiones graves. «Después de algo así, valoras el oxígeno, un vaso de agua, la vida»

carlos benito

Domingo, 5 de abril 2015, 00:40

Todos los que presenciaron el accidente del Castillo de Butrón dieron por hecho que iba a suponer el final de unas cuantas vidas. Fue un suceso aparatoso y terrible, que se produjo ante los ojos espantados de los familiares que esperaban a los ocupantes del avión. Los propios viajeros estuvieron seguros de que el desenlace iba a ser fatal y todavía hoy, cuando se van a cumplir veintitrés años del siniestro, se asombran de haber dado esquinazo a la muerte. Porque lo que ocurrió con aquel DC-9 de la compañía Aviaco viene a ser el extremo opuesto del desolador siniestro aéreo de esta semana: tras unos momentos de infierno, con el avión partido en dos y la popa girando como una peonza, y a pesar del derrame de combustible y del escalofriante surtidor de chispas que la pista arrancaba al fuselaje, nadie murió y solo un herido sufrió lesiones graves. En Granada, muchos se refieren al Castillo de Butrón como el avión del milagro.

Pasaban unos minutos de las 20.00 horas del 30 de marzo de 1992 cuando la aeronave de Aviaco, procedente de Madrid, se aproximó a las pistas del aeropuerto granadino. Hacía una tarde de perros, con lluvia y un fuerte viento racheado, y ya el despegue de Barajas se había retrasado casi una hora. Muchos viajeros estaban acostumbrados al giro acentuado con el que sortean la sierra los vuelos a la ciudad andaluza, pero aquella vez les sorprendió su brusquedad, que incluso hizo saltar las gafas de la cara de algún pasajero. Fue el primer aviso de que el aterrizaje iba a ser complicado, y también dio lugar a las primeras muestras de nerviosismo, los primeros gritos, las primeras bromas para espantar los pensamientos funestos. «El chaval que estaba sentado al lado nos preguntó si aquello era normal. Y, la verdad, normal no era», resume Víctor Romero, un periodista del diario Ideal que regresaba de Lugo, de cubrir el partido de la última jornada de liga entre el Club Baloncesto Granada y el DYC Breogán.

A partir de ahí, todo fue mal. El avión encaró la pista con una inclinación que a todos les pareció anómala, a una velocidad que también se antojaba excesiva. «El leñazo contra el suelo fue tremendo. Saltaron las mascarillas: a mí, la portezuela de la mascarilla me dio en la frente. Mi recuerdo auditivo, aparte del ruido denso y horrible del golpe, son los gritos de la gente. Yo no sé si grité o no, aunque tengo la sensación de que no», evoca el catedrático y poeta Álvaro Salvador, que cubría la última etapa de su retorno desde Perú, donde había participado en un homenaje a César Vallejo. Durante su estancia en el país sudamericano había tomado aviones inconcebibles, que incluso transportaban a pasajeros de pie, pero no había sufrido el menor problema.

El brutal topetazo destrozó el tren de aterrizaje. El avión rebotó y volvió a estamparse contra el suelo 360 metros más adelante. El fuselaje se partió en dos y los fragmentos empezaron a patinar sobre la pista, mientras la fricción hacía brotar una lluvia de fuego. El trozo de popa aproximadamente, un tercio de la longitud total del aparato empezó a girar y rebasó al de proa en su descontrolada trayectoria por la pista. Álvaro Salvador iba sentado justo en la fila por donde se fracturó la estructura: quedó con los pies al borde del abismo y con el viento y el agua azotándole la cara. «Aquello era como el látigo de las ferias. Nos quedamos inclinados hacia arriba, como a dos pisos de altura, dando vueltas sin parar. El queroseno nos caía encima. Adelantamos a la parte de delante. Yo llevaba una parka azul y la vi volar, vi cómo cayó. Me despedí del mundo, incluso llegué a pensar aquello de que me quiten lo bailao». Cuando la cola por fin se detuvo, el vecino de asiento del profesor decidió arrojarse al vacío: se convirtió así en el único herido grave, con fractura craneoencefálica, varias costillas rotas y contusión pulmonar, que le tuvieron un mes en coma y le dejaron importantes secuelas. «Yo pensé: A mí, que me mate el avión recuerda Álvaro. Tal vez no fui tan heroico: podría haber estallado todo y a lo mejor él se habría convertido en el único superviviente».

También en el fragmento delantero cundía el pánico. «Recuerdo las luces que se encendían y se apagaban, la gente gritando, el olor a queroseno, el miedo a que aquello explotase en cualquier momento. Por fortuna, no chocaron las dos partes del avión, eso fue un milagro», evoca Víctor Romero, que iba en la fila 6. Cuando el piloto logró parar el avión, se produjo un tumulto enloquecido en busca de la salida. Un hombre que llevaba en brazos a dos niños se lanzó por encima de los asientos, ansioso por dejar atrás el riesgo de que todo saltase en pedazos. Víctor echó a andar hacia la cola en realidad, hacia el enorme agujero, similar a la boca de un túnel pero, con esa responsabilidad casi ridícula que inculca el oficio, regresó a recoger su ordenador portátil y acabó saliendo por la puerta delantera, donde los servicios de emergencia habían colocado una rampa inflable. «Entonces me di cuenta de la dimensión del accidente, porque dentro no me había enterado bien de lo que estaba ocurriendo: vi el avión partido, hecho polvo, con todos los hierros... Llevaba tres o cuatro meses sin fumar, pero aquella noche acabé encendiéndome un cigarrillo».

«Miedo al miedo»

La carretera al aeropuerto se llenó de ambulancias y los hospitales prepararon sus quirófanos y salas de emergencias, pero no hizo falta tanto despliegue: de los 98 ocupantes 93 pasajeros y 5 tripulantes, 28 resultaron heridos, pero solo una decena presentaba lesiones de alguna consideración. El accidente se atribuyó a una cizalladura, el peligroso efecto del viento racheado, pero la comisión de investigación concluyó, al cabo de tres años, que «la configuración de la aeronave fue inadecuada, sus velocidades indicadas excesivas y sus regímenes de descenso superiores a los establecidos».

Víctor Romero acabó con un esguince y dolor de oídos. Volvió a volar aquella misma semana: el primer partido de los play-offs se jugaba, por esas casualidades de la vida, en Lugo. «Cuando había turbulencias, los jugadores y el entrenador me miraban como si yo fuese el indicativo para saber si todo iba bien», se ríe. Álvaro Salvador salió prácticamente indemne y tampoco tardó en subirse a un avión, por recomendación de un amigo psicólogo. «Soy hispanoamericanista, así que no puedo parar, pero desde entonces tengo que medicarme: vuelo, pero me drogo. Es algo animal que no puedo controlar: me alarman los ruidos, ls turbulencias... Esto no se olvida nunca. A mí no me da miedo matarme: me da miedo el miedo, el pánico, la sensación terrible de que te vas a matar».

¿El accidente les cambió de alguna manera? «Tienes conciencia de que te han dado una propina, y eso ya no se pierde nunca. Mi primera reacción fue una euforia tremenda: durante seis meses, me creía inmortal. Yo siempre he sido muy prudente al conducir, pero me dio por la locura con el coche. Luego me vino la bajada y ahí tuve que buscar ayuda, estuve año y medio de terapia. Creo que, desde entonces, estrujo más la vida: al final no fue malo para mí, pude convertirlo en algo positivo», reflexiona el catedrático de la Universidad de Granada. También el periodista recuerda el accidente con sentimientos encontrados: «Después de algo así, valoras el oxígeno, un vaso de agua, el canto de un pajarillo. Valoras mucho más la vida, el estar con los tuyos, como si una inyección de vitalidad te hubiese rejuvenecido. Fue un mal trago, pero salí adelante y me quedo con lo bueno. Me considero afortunado».

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