Vladímir Putin besa a Kiril, patriarca de la Iglesia ortodoxa, durante la celebración de la Semana Santa de esta confesión cristiana.

¿A quién rezan nuestros líderes?

La menor influencia de las religiones en la vida pública aleja a los políticos de los templos, aunque la fe se sigue usando para ganar votos. A Obama le reprochan que vaya más a jugar al golf que a misa

antonio corbillón

Domingo, 5 de abril 2015, 00:42

A lo largo de sus seis años de mandato, Barack Obama ha acudido diez veces más a jugar al golf que a misa. Apenas veinte visitas a la iglesia le parecen pocas a una sociedad como la norteamericana, que tiene la fe en Dios impresa en sus billetes de dólar ('in God we trust', en Dios confiamos). Un desapego que levanta sospechas, aunque ya no le merezca la pena rectificar. Obama dejará la Casa Blanca, sí o sí, a finales de 2016. Pero, en general, el resto de grandes líderes mundiales en activo están mucho más atentos a la influencia de sus creencias en la vida pública. Y procuran que sus representados lo sepan.

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«Los políticos son camaleones que saben usar la religión y se ponen la casulla cuando toca», sentencia Pablo de Diego, vicerrector de la UNED y catedrático de Derecho, además de investigador sobre el protagonismo de la religión en la gestión pública. De Diego está además en disposición de confirmar una de las excepciones que confirman la regla: Mariano Rajoy.

El premier español cumplió hace unas semanas 60 años y es casi seguro que no paró en una iglesia para dar gracias a Dios. De Diego y Rajoy compartieron aulas y colegio mayor en la Universidad de Santiago: «No era particularmente religioso, a pesar de que sus padres sí que lo eran. Se nota el origen de una familia muy conservadora, aunque republicana». Pero en España tardará en desaparecer el boato religioso de la vida pública, como demuestran los ministros que todavía juran el cargo ante la Biblia. En Pontevedra, donde Rajoy maduró como político y fue concejal y presidente de la Diputación (1983-1986), se recuerda a aquel joven de 1,90 metros de altura presidiendo las procesiones oficiales de la patrona, la Virgen de la Peregrina. «Era habitual verle en misa en la ciudad, pero no era un devoto», recuerdan en la villa.

Casado en la iglesia de Las Conchas de la Toja, ni siquiera aprovecha algo tan gallego como las ofrendas al apóstol Santiago. La última vez que se le vio abrazar al santo compostelano fue en 2010. Le pidió ayuda para «luchar contra las adversidades». Meses después, prometió en la campaña que le llevó al poder «un gobierno como Dios manda», aunque nunca explicó las claves de ese mandato divino, tampoco al Papa Francisco. En abril de 2013 fue el primer líder europeo al que recibió el nuevo pontífice. Hasta entonces, Rajoy no había disimulado su mala sintonía con el presidente de la Conferencia Episcopal, el también gallego Rouco Varela, que no le perdonaba que incluyera en su gobierno a madres solteras, como Dolores de Cospedal, o casadas por lo civil, como Soraya Sáenz de Santamaría. En menos de media hora de audiencia, dejó entrever a Francisco que en España se estaba «a la espera de noticias». Se produjeron año y medio después con el recambio de Rouco por monseñor Ricardo Blázquez.

Pablo de Diego marca claras diferencias entre los presidentes de países católicos y protestantes. En ambos casos se diluye progresivamente su peso de mediador social, en la misma proporción que les ocurre a los sacerdotes. Ambos están «desconectados del pueblo y conectados al poder con mayúsculas». Pero los grandes países protestantes (todos menos España e Italia) le han quitado al político el carácter mesiánico. «Allí existe la rendición de cuentas. Lo que explica que los anglosajones sean más exigentes con la función pública».

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Tal vez por eso, el británico David Cameron ha roto la tradicional frialdad de sus antecesores y es un feligrés habitual junto a su familia en St Mary Abbott, en el exclusivo barrio londinense de Notting Hill. La pasada Semana Santa dejó claro que es «un miembro clásico de la Iglesia de Inglaterra, no muy regular en mi asistencia y algo vago en las partes más difíciles de la fe». En un país donde nunca hubo un primer ministro católico (tampoco un no cristiano), hacer política sin mirar al cielo es arriesgado. Lo que no ha impedido a su viceprimerministro, Nick Clegg, acompañar a su mujer vallisoletana, Miriam González, y a sus tres hijos a misa y decir que «tener fe debe ser una cosa maravillosa».

Discreción alemana

De Angela Merkel lo primero que se supo es que era la hija mayor de un pastor protestante. Y que de joven lo pasó fatal al implicarse en la parroquia de su padre, pastor en la región de Brandemburgo, antigua Alemania soviética. Después de alcanzar el poder, nunca ha renegado de su condición de luterana, pero tardó bastantes años en hablar del tema. Al final de su primer mandato, se sinceró por fin ante la pregunta de un estudiante de teología en una entrevista en un videoblog: «Soy miembro de la iglesia evangélica. Creo en Dios y la religión es y ha sido mi compañera constante en el conjunto de mi vida». En aquella ocasión, la prensa alemana relacionó este anuncio con un guiño electoral al decreciente banco de votos entre la comunidad cristiana. Para entonces ya había tenido fricciones con su paisano Ratzinger, ahora Papa emérito, por la posición liberal de la canciller en los ensayos con células madre.

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En Rusia, la medida de todo es el absolutismo de Vladímir Putin. El presidente ruso contó nada más llegar al poder, en el año 2000, que su madre y una vecina le bautizaron en secreto desafiando al estalinismo agonizante de 1952. Después, Borís Yelstein devolvió el peso a la Iglesia ortodoxa y Putin ha sabido convertirla en uno de los pilares sobre los que descansa su régimen. Aparenta ser un excelente feligrés, asiste a todas las grandes fiestas religiosas y mantiene una estrecha relación con el patriarca Kiril. Pero no hay imágenes del político camino del oficio dominical desde hace mucho.

En cambio, de François Hollande no hay ninguna. La religión es un tabú en este país que presume de laico y el presidente galo ha deslizado alguna vez que no es creyente, aunque cuidándose de no usar la palabra ateo. Un proceso que tuvo que ser difícil en lo personal para un hombre de 60 años y de familia católica practicante: le bautizaron e hizo la comunión. Sus cuatro hijos con Ségolène Royal, lideresa socialista, están todos bautizados. Sus biógrafos relacionan su «lenta deriva hacia el ateísmo» con el brusco traslado de sus padres de la pequeña Rouen hasta París: «Allí se duda de todo, incluyendo la validez del mundo espiritual».

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En Roma, con el corazón del catolicismo latiendo a todas horas, no hay margen para esas dudas. Como en Estados Unidos, la foto del primer ministro camino de misa después de su nombramiento es obligada. Y Matteo Renzi lo cumplió con su mujer y sus niños camino de su parroquia de Pontassieve, su pueblecito natal en el extrarradio de Florencia. «Yo soy católico y lo digo abiertamente. Si alguien me quiere votar por eso que lo haga. No renuncio a mi identidad», ha dicho este hombre que se santigua para comer, iba a retiros espirituales en su juventud y tiene una madonna en el llamador de su casa. Él y toda Italia saben que hay un partido no declarado que atraviesa todas las siglas: el de los católicos.

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