Casta: la palabra de moda

Cuenta con una larga tradición política, pero Podemos la ha popularizado hasta un nivel sin precedentes. El último en emplearla ha sido el Papa, para leerles la cartilla a sus cardenales

carlos benito

Martes, 24 de febrero 2015, 00:54

Mira que hay términos en el diccionario para describir todo aquello en lo que la Iglesia no debería convertirse jamás, pero el Papa ha ido a escoger justo ese, el vocablo omnipresente, la ineludible palabra de moda. El domingo, en la homilía de la misa solemne que concelebró junto a 160 cardenales, Francisco les exhortó a aplicar «la lógica de Jesús» y no acabar como «una casta».

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Se sumó así al coro creciente que, tanto en Italia como en España, resume en esas cinco letras los peores males que pueden aquejar a un sistema político o a una institución como el clero: la casta, el concepto que los representantes de Podemos repiten como un mantra eficaz y casi obsesivo, viene a ser una esencia concentrada de egoísmo, privilegios, nepotismo, corruptelas e indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Una cosa la mar de fea.

El pontífice, de hecho, simplemente ha aplicado el término a uno de los ámbitos donde cuenta con mayor tradición: las castas sacerdotales, cerradas y pagadas de sí mismas, han sido habituales en muchas religiones a lo largo de la historia. Los católicos más solidarios con los desposeídos suelen alertar del riesgo de incurrir en este alejamiento de los fieles: «Esto pasa cuando el carisma se vuelve poder y el servicio, dominio, dando origen a una casta sacerdotal con un poder absoluto sobre la feligresía -ha escrito el sacerdote Flaviano Amatulli Valente-. En lugar de hablar de 'ministerio o servicio sacerdotal', se habla de 'carrera sacerdotal o eclesiástica', una manera como otra para sobresalir y volverse alguien en sociedad».

En política, la palabra ha acabado reflejando un vicio muy similar. De su sentido original en el hinduismo, como estrato social estanco al que se pertenece por nacimiento, la casta ha pasado a designar específicamente a un grupo dominante que se perpetúa a sí mismo y solo vela por sus propios intereses. Podemos ha hecho del concepto un arma dialéctica imprescindible en su arsenal, que sus representantes sacan a relucir en cuanto tienen ocasión. «Pablo Iglesias venía usándolo en las tertulias desde hacía tiempo», explican en la formación, donde centran su idea de casta en la complicidad de los políticos con las corporaciones económicas y financieras. Algunos analistas han vinculado esta estrategia comunicativa con la que emplearon los socialistas de los primeros 80, tan propensos a hablar con cara de asco de «los señoritos».

«Etiquetar es una estrategia política muy efectiva, establece un marco previo. Cuando te etiqueto, creo un prejuicio sobre lo que vas a decir y pongo el acento en quién eres, no en lo que haces. En ese sentido, puede debilitar el debate político», plantea el asesor de comunicación Antoni Gutiérrez-Rubí, que encuentra tres razones fundamentales para la repentina popularidad del concepto de casta.

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«La primera es que el vocabulario político se había agotado: la indiferenciación de los principales partidos en el uso de las palabras hacía que la gente pensase que los políticos le hablaban siempre de lo mismo, de sus cosas. La segunda es que introduce una nueva geografía política, una cartografía que distingue a los de arriba y los de abajo, que se asocia a lo jerárquico, lo vertical.

Y la tercera es que se trata de una palabra con muchas asociaciones visuales, con un potencial muy grande:hablamos de casta política, religiosa, aristocrática...». El caso es que, de pronto, todo el mundo parece tener la casta en la boca. Y, como parece lógico, los propios líderes de Podemos no se libran de las acusaciones de fomar parte de alguna élite favorecida: unos, como Pablo Iglesias o Juan Carlos Monedero, por su condición de profesores universitarios; otros, como Teresa Rodríguez, por su media vida de afiliación a formaciones políticas de izquierdas.

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Por supuesto, la idea de casta que maneja Podemos no la ha acuñado Pablo Iglesias. Los estudiosos suelen trazar su genealogía hasta los escritos del italiano Gaetano Mosca y su concepto de 'clase política', y ya a finales del siglo XIX y principios del XX se recurría con cierta asiduidad a esta palabra para enmarcar despectivamente a los gobernantes de turno.

Lo hicieron, de hecho, personajes de tendencias ideológicas muy diversas. El nacionalista catalán Pompeu Gener deploraba «la casta política que en Madrid se ha formado y que en España predomina».

La Izquierda Republicana de Azaña tachaba de «casta política» a los monárquicos. El populista Alejandro Lerroux rechazaba la «casta de políticos profesionales», pero después, cuando llegó al Gobierno, fue atacado con su misma arma: «Perdura la casta de los políticos, dueña de todos los privilegios y de todas las impunidades», reprochaba el diario 'ABC' durante su segundo paso por la presidencia.

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37 horas diarias

El resurgir contemporáneo de esta expresión se debe fundamentalmente a un libro: 'La casta', publicado en 2007 por dos periodistas del 'Corriere della Sera'. El volumen se organizaba como una recopilación de datos sobre los gastos asombrosos en los que incurre la política italiana, con abundancia de detalles chuscos: los ochenta empleados del bar del Senado, los coches

oficiales que puestos en fila habrían llegado a Moscú, los aviones al servicio de políticos que -según el gasto facturado- volaban una media de 37 horas diarias, los seis restauradores de tapices contratados por la Presidencia, el funeral pagado de los representantes toscanos o, en fin, aquel parlamentario que se hizo con 21 ordenadores a euro la pieza, sacando el máximo partido al regalo del principio de curso político.

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El libro fue un bombazo editorial, con veinte ediciones en un mes y más de un millón de copias vendidas en medio año, y dio lugar a análisis similares dedicados a los sindicatos y la judicatura. El título, por cierto, se inspiraba en una frase pronunciada en 1999 por el político Walter Veltroni, que en el momento de la publicación era alcalde de Roma: venía a decir que, cuando los partidos degeneran en «casta de profesionales», también se convierten en la mejor campaña contra sí mismos.

El libro tuvo una versión española, lanzada dos años más tarde por La Esfera de los Libros. Corrió a cargo del periodista Daniel Montero y llevaba un subtítulo con gancho: 'La casta, el increíble chollo de ser político en España'.

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A Montero le parece natural que, hoy en día, todo el mundo esté hablando de lo mismo: «Lo de la casta sirve para entender una enfermedad de la política. Todos comprendemos la desafección hacia el político y hacia las decisiones que solo buscan el interés de unos pocos. Nosotros votamos a unas personas para que nos defiendan de determinados abusos, pero después vemos que aprueban las leyes que los propician».

Porque, por debajo de las palabras más o menos afortunadas, está la realidad: los desahucios de gente desvalida o historias como la de las tarjetas 'black', con sus gastos entre lo obsceno y lo grotesco, apuntalan una idea que parece difícil de erradicar de nuestra política. «Posiblemente -reflexiona Montero-, cambiar de políticos no sea la solución: se trata de una cuestión educacional que no se puede resolver de la noche a la mañana. El servidor público tiene que tomar conciencia de que está haciendo un trabajo para los demás».

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