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Carnívoro confeso, fue un mártir intestinal. «Como y defeco constantemente», llegó a contar.
¿Qué comían los tiranos?

¿Qué comían los tiranos?

Gaddafi adoraba el cuscús con leche de camello, Musollini la ensalada de ajo, Kim Jong-Il la sopa con carne de perro. Un libro somete a los peores déspotas del siglo XX a escrutinio culinario

irma cuesta

Domingo, 14 de diciembre 2014, 01:09

En su deprimente boda, Hitler comió poco y bebió agua tibia. Bien es cierto que, para entonces, Alemania agonizaba nueve metros por encima del búnker en el que se celebraban los esponsales, pero también que entre los vicios del Führer nunca estuvo la buena mesa.

Mirar en el plato de alguno de los grandes hombres de la historia puede resultar revelador y es precisamente lo que pretenden Victoria Clark y Melissa Scott con su libro 'Dictators' Dinners: A Bad Taste Guide to Entertaining Tyrants' (Cenas de dictadores: una guía de mal gusto para agasajar a tiranos). Convencidas de que esta época de sibaritas y apasionados por la gastronomía es un buen momento para someter al escrutinio culinario a algunos de los más infames déspotas del siglo XX, las investigadoras alumbran un estudio en el que demuestran que la línea entre el hombre y el monstruo puede ser muy fina.

Cómo imaginar que Idi Amin, el depravado presidente de Uganda entre 1971 a 1979, devoraba cuarenta naranjas al día, que al líder de la revolución cubana, Fidel Castro, le apasiona la langosta, o que a Salazar, presidente de la república portuguesa, le volvían loco las sardinas.

La lista fluctúa entre maniacos glotones y locos por la salud, según donde uno apunte, pero todos tienen un denominador común: el miedo a que alguien acabe en un periquete con tanto esfuerzo por seguir viviendo. Hasta quince mujeres llegó a contratar Hitler durante la guerra para que testasen su comida, mientras el norcoreano Kim II Sung, no contento con obligar a su servicio a que le seleccionasen uno a uno los granos de arroz, dio el paso definitivo creando un instituto que tenía como único objetivo prolongar su existencia todo lo posible.

Y no son los únicos ejemplos. El rumano Nicolae Ceausescu viajaba por el mundo con sus propias viandas -por más que aquello no sentara nada bien a sus anfitriones-, e incluía en la valija a su oficial de seguridad (que era químico) y llevaba un laboratorio móvil para examinar los alimentos que le servían.

Vomitar en las mangas

El grupo de maniacos glotones bien podría estar encabezado por Stalin. El líder comunista era un reconocido amante de la comida georgiana, de manera que llenaba su mesa de jinkali (grandes raviolis rociados con pimienta negra), chajojbili (cerdo asado)... y de plátanos. Nadie sabe dónde los probó, pero siempre había plátanos en su mesa traídos en vuelos especiales. En cualquier caso, en ese afán por no desaprovechar oportunidades, al expresidente de la URSS los festines le servían para algo más que para alimentarse, y aprovechaba aquellas comilonas para ahogar a sus subordinados en vodka hasta hacerlos hablar.

La lista se completa con Tito. Emulando las bacanales romanas, después de haberse puesto hasta cejas, vomitaba en las mangas de su chaqueta para seguir engullendo. Según parece, uno de sus platos preferidos era la grasa de cerdo caliente.

Nada que ver, por ejemplo, con Muammar Gaddafi, a quien sus problemas con los gases -que no se molestaba en disimular- le impidieron dejarse arrastrar por los placeres de la manduca. O con Jean Bedel Bokassa: al emperador caníbal de Centroáfrica le bastaba algo de carne humana para saciar, al menos, una parte de sus apetitos.

También debieron llevar una triste vida culinaria Benito Mussolini, abonado a la ensalada de ajo crudo picado, y Mao Zedong, carnívoro apasionado. Ambos tenían problemas intestinales. Tan famoso es el estreñimiento del dictador chino -en una visita a Stalin llegó a quejarse públicamente de sus dificultades para ir al baño-, como el «cuadro peligroso de diarrea» que un médico nazi llegó a diagnosticar a 'il Duce'.

Pero de entre todos los contratiempos gástricos que afectaron a los grandes dictadores de la historia, quizá el de Adolf Hitler sea el más conocido. El alemán, después de haber difrutado de buenas raciones de paloma rellena con nueces, lengua, hígado y pistachos en sus años mozos, se volvió abstemio y vegetariano en un fallido intento por curar su flatulencia crónica.

Aun así, la determinación del líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán hacía aguas por ese flanco: en la soledad de la noche, el dictador iba a la cocina y se atiborraba de dulces y galletas. Al Führer le gustaban las golosinas.

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