

Secciones
Servicios
Destacamos
borja olizola
Viernes, 14 de noviembre 2014, 01:07
Empezó vendiendo las lombrices que capturaba entre el fango para cebo a los pescadores de su pueblo y a los 21 años ya había amasado su primer millón de libras. La vida de Ian Stuart es lo más parecido a una de esas biografías del hombre hecho a sí mismo tan del gusto de los lectores anglosajones. Nacido en un pueblecito de Somerset, un condado rural del sur de Inglaterra, a los 15 años dejó su casa y puso rumbo a Londres atraído por las luces de la gran ciudad. Allí sobrevivió como pudo, durmiendo en estaciones de metro, hasta que consiguió un empleo como vendedor de alfombras. Dotado de ese sexto sentido que solo tienen los que llevan el gen del comercio tallado en su ADN, a los pocos meses ya tenía su propia compañía, la pista de despegue de una carrera fulgurante en el mundo de los negocios.
Como siempre se había sentido fuertemente atraído por el mar, una de sus primeras incursiones más allá de las alfombras fue la compra de barcos, que vendía a precios muy ventajosos después de restaurarlos. Por sus manos pasaron algunos de los yates de recreo más exclusivos de mediados del siglo pasado. Eran naves que en su época habían pertenecido a propietarios de grandes fortunas, pero que con el paso del tiempo habían perdido gran parte de su valor debido al abandono. Una de las que adquirió fue el Brave Challanger, un yate que había sido encargado a principios de la década de los sesenta por el armador griego Stavros Niarchos, rival de Aristóteles Onassis y entonces uno de los hombres más ricos del mundo.
Stuart restauró por completo el Brave Challanger y lo equipó con potentes motores de última generación capaces de hacerlo volar a más de 60 millas (unos 110 kilómetros por hora) por encima del agua. El viejo y deteriorado cascarón por el que nadie daba una libra no solo pasó a ser una de las naves más veloces del planeta, sino que además se convirtió en una de las más codiciadas por las compañías de alquiler de yates de lujo gracias a su pedigrí. Tumbarse al sol en la cubierta donde en el pasado se habían solazado figuras como Niarchos, Onassis o la mismísima Jacqueline Kennedy era un buen señuelo para mitómanos nostálgicos con la cartera repleta de billetes.
El británico repitió el modus operandi con otros yates como el Lands End, el Breamar o el Ile Flottante. La venta de las naves le procuró tales beneficios que muy pronto amplió el radio de acción del negocio con la adquisición de un antiguo fuerte marítimo convertido en hotel de lujo, el No Mans Land Fort. Se trata de un islote que se levantó entre 1867 y 1880 a dos kilómetros de la costa, como parte de una línea de defensa ante el temor a una invasión naval francesa. También compró el muelle de Hastings, un complejo turístico de ocio muy popular situado en el litoral del sur Inglaterra, el preferido por los británicos para sus vacaciones de verano.
Una borda en Andorra
Entre negocio y negocio Stuart aun tenía tiempo para recorrer el mundo en busca de nuevas experiencias. Atravesó en solitario el desierto de Kalahari, en el sur de África, y navegó por varios océanos. Para esa época había descubierto ya las ventajas que una plataforma como Andorra ofrecía al ramillete de compañías de inversión que había puesto en marcha. En una de sus estancias conoció a Nuria, una joven gerundense que vivía allí, y decidió instalarse en el principado. Se casaron, compraron una vieja borda para el ganado y la transformaron en una de las mansiones más lujosas de la zona, la Borda Stuart. Pero el británico, alérgico al sedentarismo, olfateó que las nuevas coordenadas de la cartografía de las finanzas apuntaban hacia Asia, así que hizo las maletas y se trasladó a Tailandia en compañía de su compañera.
LA ISLA
El millonario va a pasar las próximas tres semanas en solitario en un remoto islote (a la derecha) en medio del Pacífico. Es una formación volcánica que carece de playa y arrecifes, donde las condiciones de supervivencia serán más duras que en su experiencia anterior. Será el cliente de más edad que ha tenido la agencia Docastaway, y el único que no sabe nadar. También se ha propuesto ascender a la cima del volcán.
La empresa de Álvaro Cerezo, Docastaway, tiene una veintena de islas desiertas en su catálogo. Los precios oscilan entre 80 y unos 200 euros por persona y noche
«Ahora tienen su domicilio en Bangkok, aunque no se puede decir que pare mucho en casa», cuenta Álvaro Cerezo, un andaluz de 34 años que es el fundador de Docastaway, la única agencia del mundo que se dedica a alquilar islas desiertas, casi todas en Indonesia y Filipinas. Los caminos del británico y el granadino se cruzaron la pasada primavera, cuando el empresario empezó a demandarle con insistencia, por correo electrónico, que pusiese a su disposición la más remota y salvaje de cuantas islas tuviese en su catálogo. «Tenía muy claro lo que quería, pero me llamó la atención que a su edad, 64 años, tuviese tanta energía, así que decidí concertar una cita con él». Se encontraron en un casino de Manila, el mismo que aparece en la película Oceans Eleven, y Álvaro Cerezo quedó fascinado por la personalidad de su interlocutor. «Me di cuenta de que estaba ante una persona especial, probablemente un superdotado que además de haberse hecho millonario era un tipo curtido en mil aventuras».
Stuart le relató con pelos y señales algunas de sus peripecias dos guerras en África, travesías en solitario por mares y desiertos, a la vez que insistía en que le alquilase el más agreste de sus arrecifes desiertos. «Al final le propuse que probase una estancia en una de nuestras islas de Indonesia que es bastante light y le dije que si superaba el ensayo incrementaríamos las dificultades». Stuart aceptó el trato. En las conversaciones previas a su traslado en barca, Cerezo descubrió que su nuevo cliente era disléxico ya lo había intuido al leer sus correos repletos de mayúsculas y faltas de ortografía y que además no sabía nadar. «Al ver que me quedaba boquiabierto, me replicó con humor: El mejor capitán es el que no sabe nadar porque así asume menos riesgos con el barco».
El trasunto de náufrago desembarcó con lo puesto: una muda de ropa, un machete, unas cuerdas y un plástico para protegerse de la lluvia. Cuando Cerezo le preguntó si no había llevado provisiones, Stuart lanzó una carcajada y le conminó a abandonar laisla. «Esto es una propiedad privada y ahora es mía», le espetó medio en broma medio en serio. En el islote, que se recorre a pie en una hora, no había infraestructura alguna. Dormía en el suelo, se alimentaba de la pesca que capturaba con ayuda de un aparejo que él mismo había fabricado y bebía agua de lluvia. Una de las tres semanas que duró su estancia allí la pasó entera bajo el plástico debido a un interminable aguacero. Por las tardes, ascendía a lo más alto de la isla para conectarse a la Bolsa de Londres y así comprar y vender acciones.
Nuestro robinsón es hombre de recursos, así que utilizó todos los despojos que encontró, sobre todo los restos de madera de viejas embarcaciones, para su supervivencia. Hasta se zampó sin remilgos los alimentos que encontró flotando en el mar, entre ellos una col y unos panecillos envueltos en plástico. Tan buen sabor de boca le dejó la experiencia, que a las pocas semanas ya estaba llamando de nuevo a Docastaway reclamando una nueva isla. Después de tomarse un par de meses de descanso, Stuart volverá a asumir el papel de náufrago en un islote bastante más abrupto y remoto en medio del océano Pacífico, donde piensa trepar hasta la cima del volcán. «Nos dijo que nos diésemos prisa, que se empezaba a aburrir», sonríe Cerezo.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.