Los comentarios a la noticia de que el portero del Marbella había hecho pública su homosexualidad dan sentido a cualquier reivindicación. También a esta revista. «¿No había noticias más interesantes?», «Esto no debería ser una noticia», «¿A quién le importa esto?» y «La orientación de ... un jugador no debería importar a nadie» son algunas de las críticas que hemos recibido por publicar esta información. Las asumimos, pero desde luego no las compartimos. Hay muchas formas de discriminación. La más terrible son los golpes y los insultos, que por cierto siguen produciéndose, pero debajo de esa realidad, la más violenta pero también la más visible y por tanto la más rechazada, encontramos un tipo de desprecio más velado y socialmente aceptado. La premisa de esta fobia, por lo general escondida bajo el mantra de la normalización, es que las personas LGTBI tienen derecho a casi todo salvo a enorgullecerse. Es una lógica perversa, porque viene a decir algo así como «Podéis ser gays, lesbianas, transexuales o bisexuales, lo que queráis, pero que no se note». El argumento desprende homofobia en cada letra y evidencia la necesidad de sacar altavoces y alzar banderas, de arrancar las carrozas y celebrar el Orgullo. Estamos en 2023, en pleno siglo XXI aunque muchos sigan anclados en el pasado. El colectivo ya puede casarse, adoptar, denunciar delitos de odio e incluso cambiar de nombre y sexo, conquistas arrancadas a golpe de manifestaciones del Orgullo. Con la perspectiva que aportan el paso del tiempo y la aplicación de la libertad y de la diversidad como principios inquebrantables, resulta triste que hasta hace tan poco se negaran derechos tan básicos e históricamente reconocidos a los heterosexuales. Pero el camino para llegar hasta aquí no ha sido plácido sino todo lo contrario, y tampoco se ha cruzado ninguna meta: aún asoman bastantes obstáculos en el horizonte. Las personas LGTBI han recibido tantos golpes, han escuchado «maricón» y «bollera» de forma despectiva tantas veces, han derramado sangre y lágrimas en tantas ocasiones y han tenido que esconderse en tantas situaciones que ahora tienen no sólo el derecho sino el privilegio de exhibirse como quieran, de gritar lo que son o de susurrarlo, de apropiarse de aquellos insultos como quienes recogen las piedras que les arrojan para construirse un escudo. La factura que les han hecho pagar, es hora de reconocerlo, ha sido tan alta que quienes no hemos sufrido ese peaje sólo tenemos dos opciones: compartir su orgullo y sumarnos a la fiesta o dar un paso al lado en silencio mientras vemos caer el confeti y escuchamos cómo suena la igualdad.
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