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Concha Méndez conocía bien a Luis Cernuda; llevaban años viviendo juntos, exiliados en México, y aquella mañana de noviembre de 1963 le extrañó que aún no hubiera bajado a desayunar. El poeta sevillano solía despertarse temprano. Méndez, separada desde hacía lustros de Manuel Altolaguirre, pidió a su hija Paloma que subiera a la habitación de Cernuda para comprobar si necesitaba algo. Lo encontró tirado en el suelo y salió corriendo, en pijama, para buscar ayuda. Ya era tarde. Un infarto había escrito el último capítulo en la biografía de uno de los autores más poderosos y atormentados del 27, probablemente quien acabaría ejerciendo mayor influencia sobre generaciones posteriores. El día antes había ido al cine a ver 'Divorcio a la italiana', con Marcello Mastroianni. Sobre la mesita de noche descansaba un libro de Emilia Pardo Bazán a medio leer.
Poco antes de su muerte, en una carta dirigida al investigador Derek Harris, Cernuda había confesado conocer «la reputación de que gozo como persona difícil y complicada». Tenía cuentas pendientes con muchos de sus colegas. Nunca perdonó que Pedro Salinas y Jorge Guillén bromeasen en privado sobre su homosexualidad ni que Vicente Aleixandre permaneciera en España en plena dictadura y escondiese sus preferencias reales entre versos dedicados a mujeres. Azotó a los demás con el látigo de su propia exigencia, sin concesiones cuando consideraba que la integridad estaba en juego. Tampoco olvidó la falta de afecto sufrida durante su infancia, época marcada por un padre distante, militar de profesión, y una madre «caprichosa». Aquel ambiente familiar, un vidrio «que todos quiebran pero nadie dobla», le asfixió desde niño. En 1928, con 26 años, abandonó Sevilla para siempre.
Las malas críticas recibidas por su primer libro, 'Perfil del aire', editado en la Imprenta Sur y publicado como suplemento de la revista Litoral, agravaron aquella desconfianza crónica y la perpetua sensación de aislamiento que desprendía el poeta, reflejada también en su obra: «Cómo llenarte, soledad, / sino contigo misma». Pero también hubo momentos para la felicidad. Tras dejar su ciudad natal, antes de viajar a Madrid, Cernuda pasó por Málaga para visitar a sus amigos Altolaguirre y Emilio Prados. Aparcó sus fantasmas bañándose en las aguas de Torremolinos y conoció a José María Hinojosa, quien le mostró diversos paisajes de la provincia, desde Campillos hasta Ronda. Poco después, influido por aquellos días de despreocupación, escribió 'El indolente', relato ambientado en un pueblo marítimo: «Si alguna vez me pierdo, que vengan a buscarme aquí».
Instalado en Madrid, Cernuda forjó amistad con Federico García Lorca, que le presentó a Serafín Fernández, un joven actor gallego con quien acabaría manteniendo una relación tóxica que inspiraría algunos de los poemas de 'Donde habite el olvido' y 'Los placeres prohibidos', con referencias memorables al tormento que atravesó para reivindicar su condición sexual: «Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos, / como nace un deseo sobre torres de espanto». Regresó a Málaga en 1933, esta vez en compañía de Prados y del impresor Bernabé Fernández-Canivell. Volvieron las gozosas excursiones al mar, y también el amor de la mano de Gerardo Carmona. Volcó aquella segunda experiencia en la costa malagueña, que calificó como cima de su vida, en 'Elegía anticipada': «No fue breve esa dicha. ¿Quién pretende / que la dicha se mida por el tiempo?».
En 1936, poco antes de estallar la Guerra Civil, publicó la primera edición de su obra poética completa bajo el título 'La realidad y el deseo', esa dualidad por la que transitaría durante toda su vida. Se rebeló contra el asesinato de Lorca en una sentida elegía («La muerte se diría / más viva que la vida / porque tú estás con ella»), participó en el Congreso de Intelectuales Antifascistas e interpretó un papel en la representación de 'Mariana Pineda' dirigida por Altolaguirre. Cuando se adivinó la victoria franquista, Cernuda supo que debía marcharse. Había escogido la libertad.
Ejerció de tutor de niños españoles refugiados, viajó a Reino Unido, leyó con devoción a los clásicos ingleses y se trasladó a Estados Unidos antes de su paso por Cuba, donde se reencontraría con su amiga María Zambrano. Con cruda sinceridad, la filósofa malagueña le escribió: «Sí, había en ti una venganza. La hay en muchos poemas, pero yo de eso no quiero hablar porque no quiero juzgarte. Te quise convencer de que eras amado, entendido, pero tú no querías serlo». Antes lo había calificado como «un ser único, sin pareja posible por ser impar, no por ninguna otra cosa que de ti quieran comentar».
Ya en México, un año antes de su muerte, publicó 'Desolación de la quimera' para dejar claro que jamás regresaría a esa España donde «todo nace muerto, vive muerto y muere muerto». Aseguró no haber echado de menos «un destino más fácil». Probablemente mentía. Por primera vez.
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Cristina Vallejo, Antonio M. Romero y Encarni Hinojosa | Málaga
Pilar Martínez | Málaga y Encarni Hinojosa
Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
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