Qué complicado es reconocer la violencia cuando se manifiesta dentro de un colectivo marginado, qué complicado es darte cuenta de que tu forma de desear se ha construido en su mayoría desde un autodesprecio del que a menudo no eres consciente.

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A falta de debates, ... libros, referentes u otros estímulos, mi formación sentimental, levantada en una pequeña ciudad del sur de Italia a caballo entre finales del siglo pasado y el comienzo del nuevo, se construyó principalmente en los chats gay, lugares, en su mayoría, poblados por perfiles oscuros e invisibles, lejos de cualquier espacio de debate crítico. En aquel entonces, casi todos los hombres que lo habitaban eran personas casadas o «con vida hetero» y la cuadrícula del chat alternaba cuadrados con siluetas negras y bustos fibrosos con la cabeza y los brazos cortados, que lucían como pequeñas esculturas griegas dentro de una vitrina transparente. El deseo repetido en una suerte de producción masiva, una y otra vez, delante de mis ojos, como un anuncio, rígido y severo, aislado de cualquier facción reconocible, tierna o apacible. En aquel entonces, no tenía muchas más opciones, sabía que la única forma de conocer a alguien como yo era a través de ese espacio ambiguo, en el que todo ocurría en una conversación privada entre dos y nadie más. Era como entrar en un cuarto oscuro, un pequeño habitáculo sin luz, sin estímulos y sin la posibilidad de comunicarte fuera de aquellas cuatro paredes.

El niño adolescente que era se sorprendía al principio cuando una de las primeras preguntas era, tras comprobar si iba a ser un cuerpo penetrador o penetrado y así satisfacer la rigidez de aquel deseo, si era «masculino». Al principio, no sabía cómo contestar porque no entendía qué era aquella supuesta masculinidad y cómo podía medirse. Recuerdo que, de forma brutalmente honesta, decía «normal» y, acto seguido, el contacto me sacaba de aquella habitación oscura tirándome del brazo, cerrándome la puerta por delante de mi nariz. Yo volvía a tocar, pero jamás contestaría a mi llamada. Me había bloqueado.

El niño adolescente se sorprendía cuando una de las primeras preguntas era si era «masculino»

Rechazo tras rechazo, aquel chico aprendió que la única respuesta correcta era un «claro, tío» y a despreciarse un poquito cada vez que se sorprendía en casa o en la calle agitando en el aire las manos más de lo debido o hablando con una voz un poco más aguda de lo esperable. «Claro, tío», una expresión que nunca usaría en mi día a día, pero, como quien practica un deporte desde pequeño, aprendía a moldear el lenguaje para poder seguir con la conversación.

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Antes de que se materializara el encuentro, al margen de las fotos, donde buscaba la pose más erguida, la expresión seria y segura, se pasaba a la prueba de la llamada para que el otro pudiera cerciorarse de que, efectivamente, no había ningún rastro de feminidad en mí. Y es que, tanto si uno buscaba ser penetrado como penetrar, todo tenía que quedar entre hombres. Con el tiempo, aprendí a impostar la voz, a sostener la ficción durante horas, a modular los excesos para que no pareciera una máscara, aunque siempre con esfuerzo, pero me concentraba tanto que lo lograba.

Se quedaba dentro del coche en el parking del mercado, a oscuras. Yo normalmente llevaba gorra y un chándal para seguir confundiendo, junto a un accesorio excesivo y cani: un reloj dorado y grande, tal vez, o un cinturón oscuro con alguna placa de metal choni que ponía «sex» o «power». Nos quedábamos a oscuras en los alrededores. Siempre pensé que esa fue una de mis grandes ventajas. El espacio de movimiento dentro del coche era mínimo, pero en la cama de mi habitación ensayaba la postura, dónde colocar los brazos, cómo abrir las piernas o hasta qué punto podía gesticular con las manos. Sin ser consciente de ello, cuanto más ensayaba más estaba despreciándome.

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La herida de la violencia y del rechazo, cuando ni eres consciente de que algo te está haciendo daño, se curan lentamente

Siempre he pensado que era un hombre que deseaba a otro hombre y que así de simple era el deseo, que algo en mí estaba mal, pero tenía la capacidad de aguantar el tipo, engañar, proyectar la masculinidad de la que carecía porque, claramente, lo mío era una carencia. No sólo era un fallo dentro de la norma heterosexual sino que también lo era dentro del colectivo gay.

Luego, llegaron los feminismos y lo queer y abracé mi diferencia, entendí que la matriz heterosexual es transversal y ocupa también los espacios de la diferencia, me descubrí como la persona trans no binaria que soy, que la ternura, el exceso, la pluma que me definía estaba bien, no era un castigo.

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Había conseguido encontrar las herramientas teóricas para ampliar mi forma de desear, por lo menos en el mundo de las ideas. Sin embargo, el gesto triste, la violencia que a diario he ejercido sobre mi cuerpo desde la infancia, castigando la postura, la voz o su entrega para amoldarlo al deseo del otro, que había inferido que era también el mío, han seguido persiguiéndome, obligándome a necesitar la aprobación de un hombre para sentirme deseable.

La herida de la violencia y del rechazo, cuando ni eres consciente de que algo te está haciendo daño, se curan lentamente. Ojalá todes encontremos el espacio seguro donde crecer libremente y poder ampliar de forma gozosa y alegre las sensibilidades de nuestros deseos.

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