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Txema Rodríguez
Domingo, 13 de abril 2025
En ocasiones, mientras tomo una fotografía, mi mente se conecta a una música. No ocurre siempre porque la concentración lleva aparejado cierto aislamiento sensorial y, de alguna manera, te alejas de la realidad para conectar con ella en otro plano. Bueno, rollos míos que ignoro cómo explicar con la precisión que me gustaría, y eso suponiendo que hubiera un público interesado en ellos, algo improbable. Pero recuerdo con precisión ese momento, cuando la muchacha, de cuidada manicura, se quitó con cuidado las Vans para adquirir sin ellas una nueva identidad, despojada de marcas, transformada sólo en una más de la multitud. En mi mente Nick Cave cantaba a su hijo adolescente muerto: 'Just want to stay in the business of making you happy'.
Ese rostro extrañamente cubierto me recordó a Joseph Merrick, famoso por ser uno de los pocos casos de humanos que ha sufrido el síndrome de Proteus y, más que por ello, porque su vida fue llevada al cine en 'El hombre elefante'. Una metáfora sobre las misteriosas razones por las que nos fascina y aterra lo deforme. También una reflexión respecto a la importancia de la apariencia exterior de los seres humanos que bajo un aspecto exterior deforme pueden esconder valiosos tesoros, Merrick fue un hombre dotado de una inteligencia superior y un carácter dulce a pesar de su vida triste como atracción circense. No ver el rostro de las personas es, en el fondo, una invitación a un conocimiento más profundo.
La cruz de Santiago emerge por la pechera abierta y depilada, rodeada por las hojas de una corona de laurel, que lo mismo sirven para los polos de Fred Perry, para explicar el amor imposible de Dafne y Eros o coronar poetas; el hombre moderno, ya no de pelo en pecho, esculpe su piel con nuevas mitologías eclécticas. Toma un poquito de esto y de lo otro, una pizca del mundo griego, unos gramos de mundo clásico, un toquecito de cristianismo y ponle también unas feromonas; que Dios después de descansar se entretuvo creando a legionarios, algo que inexplicablemente no aparece en los textos de Isaías y Ezequiel, error que habrá que remediar. O bastará con dejar crecer el pelo.
No resulta sencillo hallar un ojo hermoso. Uno de esos que lo resume todo y al que entregaríamos nuestra pobre alma para que fuera restaurada por su mirada, uno que posea una parte compasiva y amable, otra capaz de llegar hasta lo más profundo de los corazones sin que nada pueda escapar a su escrutinio, otra dotada de transparencia que nos permita atisbar su belleza tranquilizadora y, finalmente, una que forma ese triángulo que podemos pintar en los techos de las iglesias o en las fachadas de los templos. Ese ojo que lo resume todo (a no ser que se trate de un instrumento orwelliano, que ya es otra historia menos religiosa) y nos hace creer en una vida mejor.
Pienso a menudo en la alegría y en su utilidad para superar los dramas. Me llama la atención, en especial, cuando brota en entornos presuntamente serios, protagonizada por niños ajenos a los usos de los adultos o ancianos que han perdido el respeto a los modales impuestos por la sociedad. También cuando se relativizan los acontecimientos y se muestra que el respeto y las caras largas no son sinónimos. La risa es una bendición necesaria para devolver a los talibanes del protocolo al mundo amargo del que nunca hubieron de salir y para recordarnos, con su inevitable contagio, que la expresión de la felicidad es una prueba de nuestra capacidad para superar los momentos adversos y vencer a la inevitable muerte.
Imagino que esa cabeza plateada es la tradición y ella, rostro concentrado y pensativo, de ojos oscuros que brillan intentando boicotear a las glándulas lagrimales, nos representa a nosotros. Se trata de un ser humano haciendo algo que antes hicieron otros y cuyo modelo repetirán los siguientes. Y no puedo evitar preguntarme quién fue el primero, el origen... Porque ahora sólo tenemos maestros que pregonan la enseñanza de la verdad sin tener, realmente, ningún conocimiento sobre ella. Meros repetidores de frases y hábitos, eso que llamamos tradición, cuyo significado hemos perdido sin remedio entre tantos púlpitos y aulas. Como pasó en su día con Buda, cuyo nombre significa 'el que sabe'. Pero nadie puede responder qué es exactamente lo que sabe.
Los niños no se dejan vestir. Al menos no como nosotros deseamos. Y envidiamos esa libertad para rechazar una imposición (por su bien, nos decimos) que celebramos como una inversión futura. Mira qué guapo estabas, eras un pequeño bebé ahí, ya formabas parte de esta historia . Y les hacemos posar con los abuelos, los tíos y con cualquiera que pase por allí para construir un recuerdo, anclar sus mentes a momentos de los que no fueron conscientes, de los que se reirán cuando sean adolescentes y con los que llorarán cuando lleguen a viejos y vuelvan a ser unos críos que ya no pueden elegir qué ponerse. Ajenos a los códigos, perdidos para siempre en las manos de los otros.
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