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Habrá Semana Santa donde los cristianos celebren la pasión, muerte y resurrección de Cristo: Managua, Manila, Teherán; Madrid, El Cairo, Berlín… en tantas ciudades como ... lugares se concentre un grupo de creyentes en Cristo Jesús. Con todas sus particularidades. Helsinki o Copenhague; Roma u Oporto; Málaga o Melilla. De hecho, habría Semana Santa sin expresión cofrade, pero nunca Semana Santa si no se celebrase la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Ahí es dónde radica el sentido profundo de esta santa semana. Y, consecuentemente, la esencia de estos días; el Lunes Santo lo recordé en la columna semanal en este diario.
Propongo hacer un recorrido por estas jornadas que comenzaron el Domingo de Ramos. Fue el mismo Jesús de Nazaret quien tomó la iniciativa de su entrada en Jerusalén. Él, que tantas veces había huido de aclamaciones en público, se diría que ahora busca el aplauso; incluso podría parecer que Jesús quisiera paladear por un momento, el sabor de la victoria; victoria, por cierto, nada comparada con ese gran triunfo que se producirá días más tarde. Será el triunfo más grande que ningún hombre pudiera soñar: el de la vida sobre la muerte.
Transitamos por una santa semana. Días de atmósfera extraña. E incluso para los creyentes en Cristo Jesús que en su actitud parecen no presagiar el desenlace fatal del Nazareno que hoy se actualiza en los crucificados de la tierra: mujeres maltratadas, niños asesinados, soldados mutilados; refugiados, emigrantes, personas sin hogar; víctimas de atentados, enfermos, desahuciados…
En esto de vivir la Semana Santa nos adentramos paso a paso, por el pañuelo exacto de la despedida y el dolor. En la pasión de Cristo quizá nadie logró adivinar en aquel momento la trascendencia de los acontecimientos: Jesús de Nazaret a sus más de treinta años distaba mucho del chiquillo que fue. En sus últimos días nada en él era delicado: era un despliegue de masculinidad, completamente seguro de sí mismo. Como explica el escritor Colm Tóibín, en su obra El testamento de María, se había aproximado, de manera natural en su predicación y con sus signos, al centro de poder y cada vez tenía más seguidores. Las autoridades conocían su paradero y podrían apresarlo en cualquier momento. Y así ocurrió, a cambio de 30 monedas de plata, el precio por el que se adquiría un esclavo. El mundo tal como lo conocieron sus contemporáneos se acercaba a su fin: el mandamiento nuevo del amor lo transformaría todo. Al tiempo. Pero antes de que ocurriese esto Jesús, el hijo de María, es crucificado. El niño acabó convertido en una figura agonizante colgada de un madero. Para los cristianos, el hijo de Dios fue asesinado cruelmente en una cruz. Expiró, antes del Sabbath, en el monte de la Calavera, mientras sucedían otras cosas: el mundo seguía girando ajeno al susurro frío y caliente de la muerte.
Ahora bien, si es posible convertir el agua en vino y resucitar los muertos, entonces será también es posible revertir la muerte en vida. De hecho, el lenguaje necesario nos será dado por la nueva vida. La victoria tiene un nombre: resurrección porque, como afirmé en el pregón de Semana Santa de Málaga en 2013, la vida ha triunfado sobre la muerte; Jesús resucitado es el Señor de la nueva vida.
(Rafael Pérez Pallarés es delegado de Medios de Comunicación Social del Obispado de Málaga y colaborador de SUR)
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