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Era un niño de menos de diez años cuando salió por primera y única vez en un desfile procesional, pero la experiencia se ha quedado grabada en la memoria de Chema Cobo (Tarifa, Cádiz, 1952). No en vano, por razones quizás más hondas y misteriosas, ... la figura del nazareno se ha filtrado en la enigmática obra de este artista presente en las colecciones de instituciones como el Metropolitan Museum of Art (MoMA) de Nueva York, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía o el Museum of Contemporary Art de Chicago. Residente en Alhaurín el Grande desde hace casi 25 años, Cobo se asoma a la Semana Santa como a casi todo en la vida: con una mezcla de curiosidad y escepticismo.
-¿Recuerda su primer contacto con la Semana Santa?
-Nací en un pueblo, Tarifa, y los niños íbamos de nazarenos en las procesiones. Por una razón o por otra, te terminaban embarcando, cosa que no me apetecía mucho. Era muy tímido y me aterrorizaba la idea, pero aquello de ir con la cara tapada y la túnica me animó un poco. Como era el más pequeño de mi grupo de amigos no me dieron ningún cirio, que era lo que yo quería y al final me aburrí tanto que cuando vi a un familiar en la calle, me quité de en medio. Claro que a los niños nos gustaban los militares que venían en el desfile, con los fusiles y todas esas cosas... Era muy peculiar, porque si coincidía con una 'levantera', aquello era como una película del Oeste, con los capirotes volando, los Cristos y las Vírgenes tambaleándose... Era todo un poco disparatado.
-Algo habrá quedado de aquella experiencia, porque el nazareno ha permanecido como un personaje recurrente en su iconografía particular como artista.
-Sí, es verdad. Aquella cosa de las máscaras, de lo oculto, siempre me ha interesado y ese lado de la Semana Santa me fascinaba. Cuando ibas de nazareno, veías a la gente, pero ellos no te reconocían y eso siempre me atraía muchísimo. El traje de penitencia me parecía tan extraño como fascinante, me pasaba lo mismo con todo el boato que rodea a los desfiles.
-¿Qué era lo que fascinaba, en concreto?
-Lo que pone en cuestión lo que vemos siempre me ha interesado. Siempre he manejado algo así como un escepticismo perceptivo, cuando veo una cosa, me tiene que sorprender para creérmela. Siempre dudo de lo que veo y de lo que pinto. En ese mar de dudas se ha movido siempre mi obra. Es algo que tiene que ver, supongo, con esa duda permanente sobre la identidad, que es una idea que siempre ha estado presente en mi trabajo. Con esa pequeña mascarada nos soportamos todos los días. Nos creamos una máscara porque no podemos asumir el cambio permanente en el que estamos viviendo o que vamos padeciendo. Sin máscara no somos nada.
-Eso enlaza con la idea de lo carnavalesco, también muy presente en su obra.
-Claro. La Semana Santa es una especie de carnaval melodramático. En las procesiones, sobre todo en el sur, pesa mucho la tradición pagana. Desde pequeño en las procesiones he visto ese componente carnavalesco de la máscara, de la ocultación, pero también de la mofa y la burla.
-¿La mofa?
-Sí. Cuando salimos de nazarenos aquel grupo de niños de mi escuela nos dedicamos a poner picante en las peladillas que repartíamos de nazarenos a los niños más pequeños que había en el público.
-Para haber salido sólo un año de nazareno, le cundió la experiencia...
-Sí.. (Ríe) Es que luego me quise cambiar, pero no me dejaron. Pertenecía a una parroquia, pero me gustaba mucho más el Cristo de la otra, que era una talla mucho más bonita, el Cristo del Consuelo, se llamaba. Quise cambiarme, pero no hubo forma. Y ya después, dejé de creer.
-¿No le pareció una decisión un poco drástica? ¿Qué edad tenía?
-Tendría siete u ocho años.
-¿Y ha vuelto a ver desfiles de Semana Santa?
-Sí, de joven vine a Málaga a verla y como la costumbre era ir de bar en bar, esperando a que pasase algo, al final acabé medio borracho. Era un chaval. Años más tarde también fui a la de Sevilla porque unos amigos alemanes tenían mucho interés en verla. Allí descubrí, o quizá confirmé, la Semana Santa como movimiento de masas. Una masa entre muy crédula, muy fan y me faltó esa sobriedad que yo esperaba de lo religioso. Era una sensualidad que partía de lo religioso, pero era muy terrenal. Los piropos que se echan a las Vírgenes eran muy sensuales, muy carnales y lo siguen siendo. Las alusiones siempre eran y son muy físicas.
-Y desde que vive en Málaga, ¿se ha acercado de nuevo a la Semana de Pasión?
-Cuando me trasladé a Alhaurín, en los primeros años vivía en el centro del pueblo y pasó una procesión por debajo del balcón. Lo más gracioso es que era una restauración de los restos de un Cristo que había sido destrozado en la guerra. Me llamó la atención que la mano era enorme respecto al resto del cuerpo y esa tremenda imperfección me pareció parte de la adoración. Cuando se cree, que cree por encima de todo.
-Por lo sus palabras, parece tener con la religión una relación distante, pero respetuosa.
-Sí, claro. Vamos a ser todos un poco sensatos, la gente tiene derecho a creer en lo que quiera. ¿No se creen a los políticos? Si la gente se cree a los políticos, ¿cómo no se van a creer a Dios? El fanático antirreligioso es igual de peligroso que el fanático religioso, porque no deja de ser la otra cara de la misma moneda.
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