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Jueves, 24 de noviembre 2016, 01:05
Una vez más quedó claro el poder de convocatoria de las hermandades. Los dos días del besapiés a los titulares las iglesias se llenaron de fieles para visitar a las imágenes de su devoción. Contribuyó, sin duda, la expectativa por los montajes de los altares. Me encantó ver a muchos jóvenes haciendo este itinerario especial.
Podría poner muchos ejemplos de montajes originales y de gran impacto. Las cofradías, pese a las críticas de muchos en el pasado y de algunos en el presente, conservan el gusto por el boato y las formas. ¡Menos mal! Sin entrar en comparaciones, quiero destacar el montaje de la Archicofradía de los Dolores de San Juan al Cristo de la Redención por su extraordinaria belleza y por su alto simbolismo. No cabe duda de que la archicofradía tiene un sello especial que ha ido desarrollando a lo largo de los años desde aquel, no tan cercano, 1978.
Existe en el barroco un lujo contenido, una manera de refrenar el mensaje que se llama majestad, 'maiestas'. La capilla quedó cubierta con un paño a modo de dosel para que rodeara al cordero inocente. En el centro de ese velo, paralelo al del templo, destacaba el sagrario con el sacramento, refulgente la plata, y punto donde se concentra el misterio.
Los altos blandones crean un rectángulo severo y solemne. En el centro justo del espacio, en el lugar de la armonía de las esferas y de la conjunción de los tiempos, el Crucificado, delante del sagrario el Dios-Hombre hecho belleza sublime en el tránsito de la muerte aceptada, el buen morir de los tratadistas.
La cruz, bandera de redención, elevada sobre el monte. Se recupera una representación clásica que tiene su origen en la voluntad de verismo, de verdad. El monte de corcho se encuentra en añejas fotografías, pero es necesario ir más allá, hay que analizar el valor simbólico que mi querido Rafael de las Peñas ha plasmado en el equilibrio de una naturaleza agreste y hostil como lo fue el sacrificio del Justo.
No se podía ejecutar ni enterrar a nadie dentro de las murallas de Jerusalén. Por eso, el lugar de la infamia estaba fuera, no lejos, próximo al camino frecuentado por donde los que pasaban venían obligados a mirar a las víctimas que la justicia castigaba con la muerte más deleznable. El lugar era un monte que en arameo, griego y latín se llama de la Calavera, por recordarla uno de sus lados.
Hoy el lugar lo ocupa el templo del Santo Sepulcro, pues la tumba de Jesús estaba muy cerca del lugar. La recreación del monte tiene la belleza de los montajes de los autos sacramentales. No falta la espiga del pan eucarístico ni las uvas de la sangre. Tampoco, la calavera. ¿De quién es? Según la tradición los hijos de Adán fueron al lugar en el que varó el Arca de la Alianza y recuperaron la calavera del primer hombre, del que pecó. La enterraron en este monte y el nuevo Adán, el que da la vida y el perdón, fue clavado en una cruz sobre ella. El símbolo es perfecto en su circularidad. Pasar de la muerte a la vida por el estrecho pasadizo de la muerte en cruz.
No falta la flor, el iris que dulcifica tanto dolor, el iris del trono que recibe las gotas de sangre. Nada falta, nada sobra, es el equilibrio, es la perfección. Las irregularidades del terreno, por paradoja, forman un tratado lógico, hecho de razones de fe y de emoción.
En su joyel, tras el límpido cristal de su pureza inmaculada, la Virgen de los Dolores.
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