Hay quien huye de los chiringuitos y del olor a espeto. No necesita un paseo marítimo para llegar a la playa. Y mucho menos intenta ... aparcar lo más cerca lo posible del arenal. Es un perfil poco común, pero existe. En pleno verano, cuando la mayoría de los aficionados al senderismo han guardado sus zapatos en el trastero, hay bañistas que no se olvidan de seguir buscando los paisajes de las montañas, aunque sea junto al mar.
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A muchos de ellos se les puede encontrar cualquier día de verano en los Acantilados de Maro, ese paraje natural malagueño, pero también granadino, que ofrece una costa muy distinta a la acostumbrada en el concepto más amplio de la Costa del Sol.
Para muchos la aventura está ya en el acceso a cualquiera de las calas, que está restringido a los vehículos a motor, salvo esa furgoneta que discrecionalmente porta humanidad a playas como la del Cañuelo.
En ésta precisamente hay una opción para quienes prefieren hacer el trayecto a pie, en modo de pequeña ruta de senderismo, donde, si se va temprano y con sigilo, se puede ver a alguna cabra hispánica despistada cruzando el camino.
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Tras pasar junto a una antigua casa cuartel de la Guardia Civil, hoy dividida en dos alojamientos turísticos, se llega a la playa del Cañuelo. Amplia y pedregosa, con dos chiringuitos y aguas cristalinas. Un pequeño paraíso, que sería perfecto si hubiera hamacas gratuitas para evitar hacer el faquir sobre chinos de gran tamaño. Pero, esta playa hace tiempo que dejó de ser la joya de la corona de los Acantilados de Maro. Hay opciones menos bulliciosas y más salvajes, repartidas en modo de pequeñas calas donde el difícil acceso se convierte en un aliciente más.
De hecho, a tan sólo unos metros aguarda una de ellas, separada eso sí, por un impresionante tajo que no deja ni siquiera intuirla. Pero en la era de Google Maps o Wikiloc, ya quedan pocos sitios para descubrir. O que se recomiendan boca a boca, pasando por oídos. No hay metro cuadrado de este abrupto paraje que haya sido ya pisado por una suela.
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Resulta ser que esa pequeña cala, escondida parcialmente, no sólo es vecina discreta de la del Cañuelo sino que también es la última playa malagueña antes de que este espacio protegido le pase el relevo a la provincia hermana de Granada. Su nombre oficial difiere del romántico, que es el que ha perdurado, especialmente en el mundo virtual. En mapas antiguos aparece como la playa de los Genoveses o de la Vaca. La primera de las denominaciones hace pensar en alguna historia de tesoros. La segunda en algún pobre animal extraviado que pudo bajar, pero no fue capaz de subir.
Al final, el nombre que se le ha quedado es el de la cala de La Doncella, que tiene mucho más de cuento y de fantasía, en consonancia con el lugar.
Eso sí, desde El Cañuelo hasta allí aguarda una trepidante aventura, no apta para quienes renuncian en verano a todo tipo de calzado que no sea una chancla. Muchos de ellos se han tenido que volver tras la cuesta inicial (porque sí, aunque esté a nivel del mar, esta playa idílica te obliga a trepar entre rocas).
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Más de uno de estos calzados veraniegos ha dado allí su último suspiro ante la desolación de su propietario. Si no se lleva un buen calzado, con su calcetín adecuado, mejor desistir, porque la aventura fácilmente se puede convertir en una pesadilla. Se accede por un estrecho sendero en la parte más oriental del Cañuelo. Sin señales, sólo con intuición, se asciende bajo una espesa arboleda. «Pero, ¿de verdad hay que subir todo esto?», pregunta, escéptico, el integrante del grupo que era más reacio a este plan.
Y más arriba que hay que llega. Hasta que por un sendero estrecho, no apto para quienes tengan fobia a las alturas, se llega a ver a los pies el pequeño pedregal de La Doncella. Así se entiendo porque la vaca de la leyenda no pudo volver. Sí sube y baja alguna cabra montés del rebaño que hace años decidió incorporar el agua de mar a su ingesta diaria.
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A estas alturas del camino toca bajar, pero también regresar indemne. Por eso, hay quien desiste de descender por el estrecho y poco confiable sendero que se ve junto a una antigua caseta de vigilancia, construida en su día para que los maquis no se hicieran fuertes en estos lares. Los más osados llegan tras unos cuantos minutos de caminos rectificados. Por fin, ya hay fotos para las redes sociales. Menos mal que el olor a esa alga invasora que se ha hecho fuerte en los últimos años no se transmite digitalmente.
Sólo queda hacer unas fotos, darse un baño entre piedras y regresar para poder contar esta aventura estival donde no se sabe muy bien cómo encajar lo de la doncella.
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