Hay quien lo ve muy claro. «Los huecos de arriba serían los ojos y lo demás la boca», aseguran. Ni bigote felino ni orejas. Con algo de imaginación se puede decir que la Cueva del Gato debe su nombre a su parecido con la cabeza ... de este animal.
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Durante todo el año es un lugar muy buscado para llevarse fotografiado en el móvil y compartirlo en redes sociales. No es frecuente ver una gruta de grandes dimensiones que vierte agua con fuerza y forma una generosa poza de aguas cristalinas. Todo ello antes de que se una al río Guadiaro. Un espectáculo para la vista, pero también para el oído, porque el sonido de los pájaros, del agua e incluso del tren que, a diario, pasa casi por encima, forma parte de la banda sonora de la Cueva del Gato, en territorio del pueblo de Benaoján.
La cosa cambia en verano. Hasta allí llegan numerosos bañistas de agua dulce. Muchos de ellos son valientes que, a sabiendas de lo que supone bañarse allí, repiten. Otros llegan atraídos por las fotografías que han visto, que, a día de hoy, no son capaces de transmitir las bajas temperaturas que tienen las aguas del conocido como Charco Frío.
Desde luego, ese nombre no engaña. Anticipa claramente que estas aguas son especialmente gélidas. Si se observa que el líquido elemento ve la luz justo ahí, después de un enrevesado recorrido subterráneo, se debe entender que por mucho que el sol caliente entre la arboleda, aquello no es apto para frioleros.
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Siempre hay quienes, a pesar de los claros indicios, se atreven a meterse. Algunos lo hacen por convencimiento. Dicen que el frío es bueno para la piel, pero quizás no lo sea tanto para el resto del cuerpo. Es raro ver quien se mete de cuerpo entero y se queda más de medio minuto así.
La imagen más repetida es la de los que se introducen sólo de cintura para abajo. Allí aguardan a que le hagan una fotografía realmente épica. Las aguas son tan frías como cristalinas, al menos.
Hasta la entrada de la gruta llegan desde muchos lugares. No sólo de la provincia de Málaga sino también de otras andaluzas. También son muy frecuentes los acentos extranjeros. Algunos vienen de países donde la temperatura del Charco Frío no debería ser un problema. Pero, sí lo es por el choque térmico. Si la chicharra atiza con su interminable zumbido a tan sólo unos metros, la diferencia de grados es para sobresaltarse. Ahí no se nota de dónde es uno, porque, salvo alguna palabra malsonante que se escapa, el resto son exclamaciones monosilábicas bastante internacionales.
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En torno al Charco Frío, se ponen toallas y camisetas para quienes se disponen a darse más que un baño. Aunque el sol apriete, salvo algunas horas del día, casi siempre hay bastante sombra. Incluso hay un abrigo natural rocoso en el que es posible cobijarse. Así lo han hecho a lo largo de milenios muchos, desde los primeros pobladores hasta algún inconsciente que decidió pasar la noche y pensó que allí se podía hacer hasta fuego. Eran otros tiempos. Se perdió el sentido común y aquello se volvió un despropósito.
Hoy el acceso de este enclave que es monumento natural está más regulado. Después de una época en la que a los visitantes se les cobraba un euro para acceder al puente que sirve para cruzar el Guadiaro y llegar a la Cueva del Gato, ahora se cobra al vehículo. Sólo se puede aparcar justo al lado de la carretera, en una pequeña explanada que en fines de semana estivales se antoja pequeña.
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Que a nadie se le ocurra bajar por el carril, a menos que se aloje o vaya a comer al Eco Hotel Cueva del Gato, del afable chef Miguel Herrera, quien no hace mucho dio de comer en un almuerzo privado al mismísimo rey de España.
Para poder aparcar allí hay que pasar una barrera que sólo se abre si se le da de comer un euro. Parece un asunto baladí, pero si no se lleva dinero en metálico, hay que dar la vuelta para ir a conseguir esa moneda al establecimiento comercial más cercano. Otros piden cambio a alguno de los que acaba de aparcar. Incluso pagan con Bizum a esos desconocidos para conseguir el codiciado euro.
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Una vez solucionado el asunto del aparcamiento, sólo queda bajar por un carril unos trescientos metros y llegar hasta el puente sobre el río. El actual, de momento, ha superado las pruebas de los últimos temporales. No han corrido la misma suerte sus predecesores. La furia de los temporales hizo que el Guadiaro se los merendara en un santiamén, después de semanas o incluso meses de trabajo. Ya lo dijo hace dos décadas un cabrero de Rincón de la Victoria, «a veces el río baja con las escrituras bajo el brazo».
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