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'La furia' no es una de esas películas en las que su protagonista busca venganza tras haber sufrido un abuso sexual. Tampoco retrata a la víctima de una violación tal y como el cine ha acostumbrado a mostrar. La primera vez que vemos a Alex (Ángela Cervantes) está desangrándose a causa de la regla en el baño de una discoteca y colocándose un tampón. Poco después continuará la fiesta de Nochevieja en el piso de una amiga, donde es violada a oscuras en un cuarto sin que sepamos quién es el abusador. No denuncia. Solo se lo contará a su hermano (Àlex Monner), que lejos de reconfortarla, la turba con sus ansias de violencia. Su manera de exorcizar el trauma será a través de su trabajo como actriz en una representación de 'Medea'.
La ópera de prima de Gemma Blasco, en los cines el 28 de marzo, brindó a su protagonista el premio a la mejor actriz en el Festival de Málaga (ex aequo con Miriam Garlo por 'Sorda'), además de lograr la Biznaga de Plata al mejor actor de reparto para Àlex Monner y el premio al mejor montaje. «Esta no es una historia de superación. Pretendo desgranar la oscuridad que un trauma así genera a través de una mirada cruda, visceral y de entraña en la temática de la violencia sexual», define su directora, que tenía muy claro que no quería mostrar la violación. En su lugar, opta por la oscuridad en la pantalla mientras escuchamos los gritos. «Quería que el espectador estuviera presente, pero no hacer espectáculo de ello por respeto a las víctimas y a los actores», argumenta. «Al final, es una escena que resulta más heavy así porque todo te lo imaginas tú en la cabeza».
La actriz a la que da vida Ángela Cervantes exorcizará su dolor y rabia en los ensayos para una representación del mito griego de Medea, que mató a sus hijos por venganza. Seguirá yendo de fiesta a discotecas, drogándose, y asistiendo a las matanzas del jabalí en el pueblo de esta familia catalana de origen andaluz. La directora no dibuja a una víctima 'ideal', sino a una mujer con contradicciones, que en una escena brillante detecta a su agresor por el olor, como si fuera una facultad más de nuestra animalidad.
«La violencia en la vida real me paraliza, pero en el cine me gusta la caña y el ritmo», justifica Gemma Blasco, que busca perturbar al público ya desde los títulos de crédito a lo Gaspar Noé, con letras rojas gigantescas. Algunas metáforas evidentes, la necesidad de epatar a toda costa y el contraste no del todo verosímil entre la vida al límite de su protagonista y su actividad profesional deslucen un valiente debut que llegará sin duda a los Goya.
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