Fue una escena de una violencia extrema, brutal, inhumana. Sentado al lado del actual presidente chino, Xi Jinping, su antecesor, Hu Jintao, un hombrecillo casi octogenario, es conminado a abandonar el XX Congreso del Partido Comunista Chino. Lo agarran dos tipos altos y trajeados que ... llevan mascarilla. Hu Jintao balbucea, tropieza, quiere coger sus papeles, trata de volver a su asiento, humilla la cabeza y lanza una gélida mirada a Xi, al que solo le falta silbar.

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Fue una coreografía espeluznante, un salvaje ejercicio de artes marciales subterráneas que si lo pilla Quentin Tarantino hace un largometraje de tres horas lleno de música setentera y efectos especiales. La saga de Kill Bill en comparación es una película de Torrebruno y aunque uno prefiere a Uma Thurman, que había aprendido los cinco puntos para hacer estallar un corazón, hay que reconocer la superioridad mental de Xi, que ni siquiera necesitó tocar a Hu para derribarlo sin ponerlo todo perdido de sangre.

La agencia oficial china de noticias aseguró que la retirada de Hu se debió a problemas de salud, lo que nos hace temer que sea ahora cuando empiecen esos problemas. Tal vez Hu Jintao haya ingresado en el mismo campo de reeducación en el que metieron a la tenista Peng Shuai, un centro al que todavía no ha llegado la moderna pedagogía de la Lomloe y rigen viejos planes de estudio de probada eficacia. Probablemente, de aquí a dos días salga en televisión el viejo Hu diciendo que a él nadie lo violó y que todo fue amoroso, consentido y muy agradable.

Mientras tanto, Tarantino piensa ya en el actor que pueda encarnar con solvencia a Xi. Duda entre Kevin Spacey, Kathy Bates e incluso José Luis Moreno.

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