'Watergate' es uno de los ejemplos más conocido de metonimia (figura retórica por la que se designa una cosa o idea con el nombre de otra). Sirve para reflejar los años 70 del pasado siglo por ese enredo judicial, político y periodístico, que saco ... al presidente Richard Nixon de la Casa Blanca. La cosa, en este caso un inmueble, el complejo de edificios Watergate en Washington, al pie del río Potomac. Todo comienza de forma rutinaria; el sábado 17 de junio de 1972, un juez tiene delante a 5 tipos a los que la policía había detenido esa misma madrugada, acusados de intentar instalar micrófonos en las oficinas del Partido Demócrata. Pero la cosa se pone interesante cuando comienzan a declarar. A la pregunta sobre su profesión, 4 de ellos, de origen cubano, se atribuyen un 'oficio' que siempre está de moda: «Somos anticomunistas». Pero lo que hace que salte el instinto de un periodista veterano presente (Alfred E. Lewis) es cuando el quinto arrestado, James McCord, responde a la misma pregunta: «La CIA».
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A partir de aquí, hay miles de páginas escritas sobre el proceso que llevó a Nixon a la dimisión el 9 de agosto de 1974. Por medio, un heroico compromiso de los medios de comunicación (en especial el Post y el New York Times, con Woodward y Bernstein como principales protagonistas), 'garganta profunda' (el ex 'número dos' del FBI, Mark Felt, que filtró información a los mencionados periodistas), un sistema parlamentario que funcionó frente a un presidente delincuente (con el impeachment iniciado por la Cámara de los Representantes del Congreso) y un poder judicial que no se arrugó, cumplió su trabajo y condenó a muchos altos cargos, entre ellos al jefe de gabinete de Nixon, que se libró porque su vicepresidente y sucesor, Gerald Ford, firmó su indulto, algo que parece que no sentó bien al electorado, que lo vapuleó en las elecciones del 76, votando a Jimmy Carter como nuevo presidente.
La moraleja del 'caso Watergate'. Aviso a navegantes para tanto miserable, con traje de demócrata pero con alma de dictador. Cuando funcionan bien la opinión pública (que todos formamos, pero que se nutre de la información de los medios) y las instituciones políticas y judiciales, sometidas al imperio de la ley, no hay poder desbocado que se libre de rendir cuenta ante los tribunales por sus tropelías. Para eso hace falta una ciudanía culta, crítica, que no se trague sin más los bulos que, a veces, alguno de esos medios y las redes propagan, y sobre todo, unas mujeres y unos hombres justos que rinda culto a la verdad. La misma chorizada no puede ser leve cuando la comenten los de la parroquia política o social propia, y lo más grave del mundo cuando afecta a los adversarios políticos. En definitiva, y recordando a un gran jurista, García de Enterría, se trata de no cejar nunca en la lucha contra las inmunidades del poder.
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