Se aproximan largas semanas de precampaña y campaña electoral. Para cuando se acaben y queramos darnos cuenta, ya será casi verano; se nos habrá ido en la refriega el invierno y casi toda la primavera. Son muchos días y muchas horas, y serán muchos los mensajes y muchas las exhortaciones. Dicen que las recibiremos sobre todo por el teléfono -en este punto habría que recordar que hay quien no lo tiene, o lo usa tan sólo para llamar, o lo usa para más cosas pero se resiste a entrar en redes sociales y no ha querido instalarse el WhatsApp- y ya nos amenazan con que serán contundentes e impactantes, por aquello de propiciar su viralidad y mejor zarandear al destinatario.
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No pinta demasiado bien: la contundencia y el impacto, en los últimos tiempos, vienen a asociarse casi irremediablemente a la exageración, la simplificación o la pura y simple falacia. Por eso, es posible que estas líneas, y el propósito que las anima, sean inútiles, pero aun así quien las firma se resiste a dejar de perpetrarlas. Lo que desde esta insignificante tribuna quisiera pedir, a precandidatos, candidatos y acompañantes, es que no nos inflijan lo que vienen infligiéndonos en exceso desde hace varios años ya. Que antes de salir ahí a pedir el voto, antes de diseñar con sus gurús y sus consultores vídeos, memes y demás artillería electoral, se preocupen, así sea por un instante, de eso de lo que tanto se han estado olvidando: la verosimilitud.
Más allá del acierto, la legitimidad o la justicia de lo que le vayan a ofrecer al electorado, que sobre eso cada cual tiene su propia visión, cuídense, al menos, de que sea creíble. Padecemos un debate público que mueve a la incredulidad, de la que es fácil pasar al desánimo, la irritación y cosas peores. Primero vinieron unos a prometer que todos los males tendrían remedio a través de la proclamación de una república virginal que sacudiría de sus hombros toda la caspa y el lastre de siglos de pertenencia hispánica. Luego, y como reacción a los anteriores, vinieron otros que se postulan para deshacer todos los entuertos por la vía de ignorar cuanto en estos últimos cuarenta años no se ha realizado a su plena satisfacción, empeño en el que a nada que se descuidan se los puede ver cabalgando a lomos de Babieca, con la cruz en el escudo y Santiago cerrando España.
Tampoco han ayudado mucho a la causa de la verosimilitud esos sectores de la izquierda que confundieron la justa memoria y vindicación de las víctimas del abuso -franquista, machista o capitalista- con la expulsión de la derecha -y sus votantes- de cualquier proyecto de futuro, incluida la reforma constitucional. Háganse y hágannos un favor: asuman que nadie va a salvarnos ni redimirnos, y mucho menos de nosotros mismos, y empiecen a plantear caminos practicables para todos.
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