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Alo largo de la vida es casi inevitable que nos veamos sometidos a peligros y a sensaciones desagradables o, si tenemos suerte, a reconocimientos y afectos de nuestros semejantes. Aunque no seamos conscientes, estas situaciones generan reacciones automáticas de nuestro cerebro que activan las hormonas y los correspondientes cambios fisiológicos adecuados a la situación que dieron lugar a esas emociones: patalear para defendernos, intentar salir del agua cuando nos ahogamos o el desánimo paralizante ante una situación traumática. Todo es muy rápido e inconsciente, pero, como dicen los que entienden de esto, el cerebro manda, y al final 'traduce' estas emociones en reacciones conscientes a las que se les suele llamar sentimientos (alegría, tristeza, odio, amor, celos, envidia, vanidad...).
Esta última, la vanidad, es definida por la RAE como «arrogancia, presunción, envanecimiento», y en román paladino (como habla el pueblo con el vecino) se puede identificar con los que hagan gala de chulería o son unos engreídos. Esta tropa son los que quieren ser el niño en los bautizos, el novio en la boda, y si es menester, el muerto en el entierro. No pierden ocasión de destacar lo que saben, lo que tienen, la de gente importante que conocen y la suerte que tiene el mundo de que ellos nos deleiten con su presencia.
No debemos confundir la vanidad con sentimientos sanos como la autoestima y el legítimo orgullo por la propia trayectoria, la cual me parece razonable no ocultar (eso solo lo hacen personas de una humildad cercana a la santidad), pero tampoco, como les pasa a los vanidosos, difundir manu militari a los semejantes, de manera inmisericorde, en una cena, de copas, en la reunión de la comunidad de vecinos o en el BOE si pudieran, con el objetivo indisimulado de que nadie se pierda el placer de conocer sus hazañas, y si es posible, hacerles la ola a su mayor gloria. De esto de la vanidad no se libra ningún gremio, pero resulta evidente que determinadas ocupaciones dan mayores posibilidades al 'autobombo': políticos, deportistas, el mundo de la moda, del cine, de la literatura y sin duda alguna, el de la universidad. El vanidoso consumado es un especialista en el monólogo monográfico: él. Siempre hablará de 'su libro', como decía Umbral, y los demás temas le resultarán indiferentes.
En honor a la verdad y a lo largo de nuestra vida todos podemos ser vanidosos en mayor o menor medida, ya que a veces la autoestima se torna en un deseo de que, en determinado momento y a determinadas personas, les quede muy clara nuestra valía y trayectoria. Yo creo que esta vanidad puntual, si tenemos delante a un vanidoso 'estructural', puede ser incluso una respuesta legítima aplicando su propia medicina. En todo caso, el remedio a cualquier tentación vanidosa que nos pueda acechar pasa por 'domesticar' nuestro orgullo con el humor y relativizando todos nuestros logros. Reírse de uno mismo nos humaniza y las personas inteligentes no necesitan que les recitemos a machamartillo nuestro CV para que valoren nuestros posibles éxitos. En otras palabras, si el vanidoso busca de forma desmedida la admiración de los demás, mal negocio hace con su aptitud, ya que casi siempre logra oscurecer unos méritos que brillarían más desde el reconocimiento a instancia de parte y no de oficio.
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