Vox es el gran problema. No por sus 24 diputados, sino por sus alianzas con la extrema derecha europea y por cómo ha contagiado el discurso de otros partidos conservadores
Javier Elzo
Jueves, 2 de mayo 2019, 00:20
Uuuuf! Mucha gente exclamó aliviada a medida que avanzaba la noche electoral del domingo 28 abril. El temor a la irrupción de Vox con cuarenta o más diputados en el Congreso, la vuelta del peor Partido Popular, el de la segunda legislatura de Aznar, y la increíble derechización de Ciudadanos, que había tirado por la borda el liberalismo que propugnaba para quedarse en un conservadurismo jacobino, ultranacionalista español... Todos ellos juntos, y a veces revueltos, aunque a codazos para salir bien en la foto, como en Colón, todo esto, digo, había asustado a una sociedad que estaba saliendo de una terrible crisis. Y los ciudadanos votaron moderación, lo que en ese contexto significaba votar a la izquierda. ¡Llamativo! Habitualmente, la izquierda va unida a audacia, cambio, atrevimiento, innovación; y la derecha a conservación, cautela, repetición, seguridad. Pero el esquema había cambiado. Dicho esquemáticamente, por dos razones: la primera y central es que la sociedad española –como la de Europa occidental– tiene el corazón a la izquierda y el bolsillo a la derecha, de tal suerte que cuando el bolsillo tiembla tiende a votar a la derecha y cuando las vacas se anuncian gordas –aunque sigan flacas– y se puede soñar con vacaciones en Cancún, adonde ve viajar al vecino, se vota izquierda. Así logró mayoría absoluta Mariano Rajoy cuando España tembló por la crisis económica de 2008, se derrumbó Lehman Brothers y hubo que rescatar la banca española, de la que decía Zapatero que era muy solvente.
A ello se añade la crisis catalana, con un punto axial: el Tribunal Constitucional que echa por tierra un acuerdo del Parlamento español, suscrito después por el Parlament de Catalunya y, para más inri, refrendado en un referéndum del todo punto legal por el pueblo catalán. En Catalunya. Ahora, también han ganado los moderados. Entre los constitucionalistas, el Partido Popular se derrumba, mientras el PSC sube de siete a doce diputados, mientras Ciudadanos queda con los cinco de las generales de 2016. Entre los independentistas ERC sube de 9 a 15 y dobla a JxCat. Y los dos mejores líderes, Oriol Junqueras y Miquel Iceta, son capaces de avanzar en el único camino posible que tiene el conflicto catalán: el diálogo, la negociación y el pacto. Pero es preciso que los jueces se bajen del pedestal, entren en razón, sensatez, cordura, mesura y, ellos también, en humanidad.
Pero Vox es el gran problema. No por sus 24 diputados en el Congreso, sino por sus alianzas con la extrema derecha europea: Francia, Alemania, Austria, Holanda, Suecia, Finlandia, Hungría, Polonia etc. Es el eterno retorno del fascismo que con tanta clarividencia nos mostrara Rob Riemen ('Para combatir esta era. Consideraciones urgentes sobre fascismo y humanismo', en su edición castellana. Taurus 2018) en un alegato no escuchado quiero creer que por ignorancia, vagancia intelectual, cortoplacismo y comodidad para hablar de lo intrascendente, de lo políticamente correcto.
Riemen sostiene que, en una sociedad donde domina el hombre-masa (se sirve del texto de Ortega 'La rebelión de las masas'), la cultura dominante no puede ser otra que la cultura que denomina del 'kitsch'. Se caracteriza porque los valores nobles, los valores espirituales, son abandonados en detrimento de la satisfacción inmediata de las apetencias materiales. La cultura del 'kitsch' se inscribe en el valor supremo del yo, de la satisfacción inmediata, de la pulsión del instante. Por su parte, la política se convierte en una suerte de 'kermesse' (¿quién ha ganado el debate de ayer?) en donde de lo que se trata es de atraer votos. El 'kitsch', concluirá Riemen «es comparable a los cosméticos. El maquillaje busca seducir, pero también disimular. El 'kitsch' sirve para esconder un inmenso vacío espiritual». El hombre-masa, pese a su engreimiento, es consciente de su vacío interior y vive en el culto al resentimiento. ¿Es que es posible no verlo si se consultan los comentarios anónimos del mundo digital?
Así nace el fascismo. El error (el ¡uf! de alivio la noche del 28 de abril) estaría en comparar el actual fascismo con el fascismo final del mundo nazi, mussoliniano, estalinista, maoísta o franquista, cuando habríamos de compararlo con el de sus inicios. El fascismo de Vox está en sus inicios y ya ha arrastrado a parte del PP y de Ciudadanos. Y, lo que es más grave, tiene detrás a más de dos millones de ciudadanos. Hoy, como siempre, escribirá Riemen, «el fascismo es la consecuencia de la actitud de los partidos políticos que han renunciado a sus ideales, de intelectuales que cultivan el nihilismo acomodaticio (no hay jerarquía de valores), de universidades que no merecen tal nombre, de la codicia del mundo de los negocios, de los medios de comunicación que se emplean al embrutecimiento del público en lugar de buscar el desarrollo de su espíritu crítico».
Camus, Sartre, Koestler y Malraux reflexionan sobre qué harán después de la segunda guerra mundial. Camus pregunta: «¿No creen que todos somos responsables de esta falta de valores? ¿Y si confesásemos públicamente que nos hemos equivocado, que existen valores morales, y que en lo sucesivo haremos lo necesario para fundarlos e ilustrarlos?». La pregunta sigue siendo pertinente en 2019. Y la primera respuesta está en nuestro voto a las elecciones europeas del 26 de mayo.
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