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Ayer, acompañado por mis queridas Almudena Bocanegra y Helena Juncosa, tanto monta, monta tanto, vimos 'Firebrand', traducida al español como 'La última reina', cuando literalmente ... en nuestro idioma significa tizón, hongo maligno, putrefacción. Nos trasladamos a un enorme espacio -ciudad dentro de otra ciudad- del extrarradio, casi al caer la noche, avanzamos entre espejos cóncavos, escaparates iluminados, y nos sentamos en butacas gigantes, devorando sin parar, caramelos, bombones y palomitas.
Mi barriguita, más tarde, me pasó factura, pero se trataba de mi primera salida en casi dos meses y disfruté de la diferencia de ver las imágenes en movimiento en una sala comercial, sonido y visión espectaculares, y ver el filme en casa, aunque se posea una pantalla de generosas dimensiones. Como las geishas del Tokyo de 1945, caí atrapado por el cinematógrafo, y he jurado regresar periódicamente, aunque sea en esmoquin, kimono o bata de seda. En la sala éramos, contándonos a nosotros, cuatro personas. Pensé que ya ni siquiera la dinastía Tudor, tan visitada por el cine mundial, son garantía de aforo, a no ser que se incluyan personas de color interpretando a aristócratas, nada de palafreneros, esclavos o cómitres.
Y tampoco a estas alturas, tal como está el cotarro, dan seguridad otras razas. 'Firebrand' es una excentricidad filmada por el inaudito director y artista visual brasileño-argelino Karin Aïznouz, que ha ido a fijarse en la compleja personalidad de Catherine Parr, sexta y última esposa del ogro apestoso, cuyo comportamiento fue aún más fétido, y que tenía mucho más de Barba Azul de lo que creíamos. No obstante, 'Firebrand' es otro cuento cuya verdad no es más que una alegoría, un cuento que miente más que parpadea respecto a los acontecimientos, aunque el aroma del buen Borgoña inunde episodios cruciales de un quinquenio decadente (1543-1547), el final del reinado de un rey que había sido el más bello príncipe del Renacimiento, y 'Defensor de la fe', y se convirtió en un ogro marcado por la tragedia doméstica y el delirio herético.
Durante su reinado, sin embargo, Gran Bretaña empezó a transformarse en el imperio que llegaría a ser precisamente con Isabel, la pelirroja reina virgen, hija bastarda de la Bolena. Catherine Parr se salvó del hacha y sus espinosos avatares están interpretados por la nerviosa Alice Wikander, que lidia con un guion difícil y con un Jude Law irreconocible -no en vano engordó treinta kilos para inspirar la náusea- cuyos ataques de ira despiertan al espectador de una corte de reptiles religiosos. Dicen que Law encargó un perfume pestilente para que el resto del elenco actuara con el semblante descompuesto ante la pierna gangrenada del déspota, símbolo del poder, de la corrupción, de la mentira. Todo muy actual.
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