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Así se titulaba la novela de Ángel Palomino, un escritor al que la memoria no le ha hecho justicia por su filia franquista. Fuese lo que fuese, su novela 'Torremolinos Gran Hotel' es una inteligente descripción de nuestro enclave costero a principios de los años setenta, años tan preciados por unos y despreciados por otros, década que unos consideran el inicio de la libertad, y otros, la caída en el libertinaje. Pero al margen de las consideraciones de moralidad o inmoralidad, Palomino supo como nadie sacar partido de situaciones ambiguas y de ambigús extravagantes, de mujeres cañón y de chicos quebradizos, de fugaces estados de ánimos y descubrimientos y autodescubrimientos: el que gana pierde, y a la inversa, el que pierde gana. Este autor olvidado abordó nuestro Torremolinos como si hubiera estado en Cap-Ferrat, ¿y por qué no?, junto a los Scott Fitzgerald, los Murphy, Somerset Maugham, Cocteau y Klaus y Erika Mann, entre otros, sin cometer, encima, ningún exabrupto, igual que Bowles en 'El cielo protector', otra narración experta en solapamientos donde lo que no se enuncia es mucho más importante que lo que se cuenta. La imaginación funciona aquí como un pantallazo lumínico y el descenso con Luzbel, o con su primo hermano, es espectacular. Y es que en la ciudad virada de Don Ángel tampoco faltaban famosos ni situaciones límite, al igual que en la mítica Costa Azul, con quien la Costa del Sol debería, de una vez, hermanarse.
Torremolinos fue -y sigue siendo- un hotel de noche con dimensiones acristaladas, un mundo inverso que se reflejó, primero, en una minoría privilegiada, y después en una mayoría de turistas hambrientos de 'sun, sea and sex'; nada que objetar en cuanto al programa existencial de los beatniks, hippies y demás familia en 'El mañana' o en el más estirado Villa Chopin de Montemar; pero los auténticos depravados fueron los míos: conspiradores, espías, ex presidentes y caniches, actrices, cantantes, jeques y princesas repudiadas, inspiraron, al que suscribe, otra novela, que titulé 'Pez Espada', y que me llevó a tentar también las estrategias políticas de un antifranquismo radical-chic: el que Arias Salgado denominó 'Contubernio de Munich'. Porque Torremolinos tuvo sus hoteles de primera A y sus piscinas con forma de riñón, y sus cronistas avezados y sus damiselas en vestidos balenciagas deslizándose bajo un celaje de pérgolas y estrellas sobre una costa virgen, y en él recalaron nómadas de lujo, cansados, precisamente de practicar el claqué sobre el capó de sus bugatti tangerinos, y ansiaban otros cuerpos y otra geografía, igual de azul, pero más divertida e intrigante.
Paul Morand -citado en 'La novela de la Costa Azul', de Scaraffia, en Periférica- escribió que, cuando se deleitaba con un paisaje, temía que se lo arrebataran, como a mí aún me ocurre cuando visito Torremolinos, un paraje excepcional que ahora celebra su gloriosa Feria de San Miguel. Y estas letras constituyen, no les engaño, sólo un aperitivo de lo que va a ser mi pregón de esta noche en ese pueblo que se convirtió en mito turístico internacional. Y que lo disfrutemos por muchos años.
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