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Con cuatro dedos y toda la soltura que el hábito había creado tras tantas líneas escritas, aporreó una vez más la desvencijada Olivetti hasta dar por finalizado el artículo. El folio había adquirido relieve, pues algunas teclas -en peor estado que otras- precisaban recibir un golpe más intenso y el papel reflejaba la cicatriz. Con un papel carbón algo añejo la copia en la que la tinta se deslizaba de forma diversa estaba asegurada, ello era esencial para poder archivar la pieza semanal. Ya estaba casi todo, bueno, faltaba la Vespa. El tiempo pasa rápido y la hora de entrega no podía demorarse, coger la moto y llevar la columna personalmente al periódico coronaba el proceso de colaboración. En moto se circula rápido y llevar el envío de aquellas letras era el tranquilizador acto que daba por cumplido el compromiso. Además, el inigualable privilegio de poder plasmar en el periódico negro sobre blanco la tasada codificación escrita del grupo de ideas, datos y opiniones propias era el pico de satisfacción más alto...
Así durante muchos años. Con la llegada de la máquina electrónica de escribir, su papel térmico, su capacidad para guardar en memoria un número determinado de archivos y con su estética tan moderna, pareció que se iniciaba otra época y para durar. No fue así, la irrupción general del tratamiento de texto y el acceso a los ordenadores y abaratamiento de éstos, cambió de forma radical la liturgia y el proceso. Las máquinas de escribir, algunas casi nuevas, fueron arrumbadas en su mayoría. Sólo un puñado de columnistas, de mayor edad o menos permeables a los cambios -o ambas cosas-, mantuvo contra viento y marea su Underwood, Remington Starfire, Corona, Hermes 3000 u Olympia, hasta el final. Aquellas máquinas fueron unas estimadas colaboradoras, auténticas amigas y hasta objetos de culto -hoy también lo son-, ellas supieron antes que nadie de contenidos periodísticos, algunos técnicos, curiosidades, comentarios salidos de madre, lecciones inigualables y hasta auténtica literatura para la posteridad.
Hubo un instante temporal patrocinado por el llamado telefax -el fax-. Nuestro escribidor terminaba su colaboración, pasaba a imprimirla y la enviaba a su destino -a la Redacción, con mayúsculas- por línea telefónica, por el mágico fax. Tampoco aquello fue muy largo, casi no dio lugar a que se sistematizara una forma de conducta, pues internet inició la invasión irresistible de empresas y hogares. Una vez pudo hacerlo de forma generalizada ya no hubo más. Al final de ese camino, abandonada la moto, el papel carbón para copiar y hasta la impresora en origen, un teclado suave el del portátil y 'la conexión a la red', puso al alcance del reportero de sus voces interiores la opción 'enviar'. Una vez escrita la pieza, tras una mínima relectura y revisión, implementada en su oportuno paquete, con sólo pulsar el envío tendremos la creación allá donde verá papel de periódico y navegará por otros conductos 'on line' bajo la cabecera de su medio. Son tiempos de reserva, de menor presencia, se recomienda el teletrabajo, se puede, la telecolumna ya lo había descubierto. Quédate en casa.
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