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Asomados a los balcones, asustados y con propósito de enmienda. Encumbrando a los nuevos héroes, esa gente que hasta entonces había sido invisible. «Los esenciales» ... se les llamó. Como si fueran un nuevo grupo de titanes con superpoderes. Sanitarios, transportistas, agricultores. Los que nos permitían vivir. Cinco años de la pandemia. Las calles vacías y un virus letal que no sabíamos cómo se apoderaba de nosotros. Lavando los envases de yogur, los paquetes de galletas. Acumulando montañas de papel higiénico, dejando los zapatos en la entrada de la casa. Lavándonos las manos de forma científica, concienzuda. Y cada tarde el parte de guerra. Los cientos de muertos de cada día. Sin saber hasta cuándo ni hasta dónde.
Una cicatriz en la historia del mundo. Antes o después de la pandemia. Una nueva escala para medir el tiempo. Igual que hablaban nuestros abuelos. Antes o después de la guerra. Y llegó la paz. Las calles volvieron a poblarse, primero tímidamente. Las terrazas, las mascarillas. Las vacunas y los bulos. Nos estaban inoculando un chip, todo estaba programado para disminuir la población mundial, querían hurgar en nuestros cerebros. Cualquier cosa. Los conspiranoicos hicieron su agosto. Los canallas también. Especulando con las mascarillas, con la muerte y el miedo. Pero el común de la ciudadanía aguantó como pudo. El silencio de los dignos por encima de las cacerolas, los apocalípticos y los facinerosos. Soñábamos con ser mejores cuando la normalidad volviera.
Pero la normalidad consiste en olvidar los propósitos hechos en momentos excepcionales. Las promesas ante los dramas o los proyectos intrascendentes fraguados a comienzos de año acaban rigiéndose por la misma regla. La relajación, la postergación. De modo que los héroes de aquel tiempo de excepción volvieron a ser invisibles. Transportistas, sanitarios, agricultores. Cada sector sigue con sus problemas de siempre. Infravalorados en el tráfago de cada día que impone su necesidad perentoria. Es la naturaleza humana y en ella está el germen de la superación, del inconformismo si se quiere. Lo contaba Primo Levi recordando los inviernos gélidos de Auschwitz, cuando el cuello congelado de la camisa cortaba como un cristal y solo se deseaba, solo eso, la llegada de la primavera. Y cuando esta llegaba a los pocos días el frío estaba olvidado y solo se aspiraba a tener un calzado mejor. Y así sucesivamente. Pero Levi no olvidó. Ni nosotros deberíamos hacerlo. Recordar. Y hacerlo por encima de unos políticos que ahora se llaman asesinos entre sí o rebajan de forma vergonzosa los muertos que tuvieron en sus residencias.
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