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Un contratiempo laboral, sentimental, de salud o cualquier otro mal trago de similar entidad, pueden provocar un tufillo de pesimismo. Pero si la cosa viene derecha, y el afectado no ve salida, surge tentación de tirar la toalla, entrar en lo irreversible, en el vacío, ... en el suicidio. Los datos son estremecedores. En España, se quitan la vida 10 personas al día, una cada 2 horas y media, y afecta en especial a los jóvenes. Supera con creces a los accidentes de tráfico como causa de muerte externa, con una terrible tendencia al alza. Y en cómputo mundial, según la Organización Mundial de la salud, 700 000 personas fallecen al año por suicidio. A lo anterior hay añadir un número mucho mayor de intentos. Por desgracia, la pandemia de Covid-19 y sus efectos por aislamientos, fallecimientos de familiares, problemas económicos y laborales y otros efectos, hacen pensar a los estudiosos que la cifra de suicidios aumentará, lo que configura el suicidio como un problema de salud pública de envergadura colosal.
Parece que la conducta suicida responde a un conjunto diversificado de causas, entre las que se llevan la palma las depresiones, los padecimientos de enfermedades crónicas o el consumo de alcohol, en definitiva la desesperanza e incapacidad para la felicidad. El repugnante acoso escolar también genera mucho sufrimiento, y en casos extremos, suicidios entre adolescentes y jóvenes cuando la soledad y la baja autoestima se ceban en estas víctimas. A los miserables matones que sin piedad amargan la vida a sus semejantes en el aula, con la impunidad de la jauría y el aberrante morbo de la grabación del sufrimiento, hay que detectarlos y castigarlos sin contemplaciones, evitando protecciones cómplices y condescendencias temerarias.
Hay que tener cuidado con ciertos mitos sobre el suicidio. Eso de que la persona decidida a suicidarse no lo dice es falso; 9 de cada 10 personas que se quitan la vida habían comunicado a su entorno sus intenciones. Por tanto, escuchar y actuar es imprescindible para que allegados y profesionales puedan ayudar para prevenir esta lacra social. Pero en la trinchera están los profesionales que son capaces de aguantar la llamada y convencer al que sufre para que vea esperanza y ganas de vivir. Por eso faltan palabras para agradecer la labor de El Teléfono de la Esperanza y otros servicios públicos y privados especializados en este terrible mal.
Y sin olvidar el necesario apoyo a los que quedan, los padres y otros familiares de los que se van, los que están muertos en vida ante una desgracia tan desgarradora y que se preguntan cada minuto de su vida que es lo que no hicieron para evitarlo. No hay que esconder el suicidio, hay que luchar sin cuartel contra sus causas y no abandonar a los supervivientes en su desierto emotivo ante algo tan cruel.
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