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La crisis de la vivienda está descontrolada. Las dificultades para acceder al alquiler o a la compra de una casa en la que vivir se ... ha convertido en la principal preocupación para miles de familias de Málaga y de otras muchas ciudades del país. El problema se ha ido de las manos y las administraciones públicas –estatal, autonómicas y municipales– se muestran incapaces para reaccionar con rapidez y eficacia. Diría que andan nerviosas, sin saber muy bien qué hacer y, lo que es peor, anunciando medidas improvisadas, sin respaldo técnico y que más bien parecen sólo un intento de quedar bien ante sus electores. Se corre el riesgo de entrar en una loca carrera prohibicionista y regulatoria que no sabemos bien a dónde puede llevarnos. A ver quién puede más y quién llega más lejos.
Es una realidad que el político se siente presionado y basta hablar sobre la vivienda con algunos de ellos para que se le atraganten las palabras o, lo que es peor, suelte alguna frase políticamente incorrecta que le arroje al coliseo de las redes sociales, donde será despedazado por una turba enfurecida que busca desesperadamente culpables de esta situación. La sociedad —es comprensible— necesita algo o alguien sobre el que descargar su impotencia y rabia, con más vísceras que cabeza. Hay que ponerse en la situación de esas familias que no encuentran una vivienda o que se ven obligadas a dedicar lo que no tienen para pagar un alquiler o una hipoteca.
Es urgente, por tanto, contener esta deriva con un doble objetivo: que el problema no siga agravándose y que, al mismo tiempo, se vaya corrigiendo. Y para ello hay que asumir que las causas son muy diversas y complejas y que la soluciones pasan por actuaciones transversales que impacten en todo el sistema. Sería un error simplificar el asunto hasta el extremo y culpabilizar sólo a las viviendas turísticas, al turismo masivo o a la administración de turno. El hecho de que destinos tan diferentes y con gobiernos ideológicamente opuestos como Baleares, Barcelona, Madrid o Málaga tengan los mismos problemas induce a pensar que la crisis es más sistémica que coyuntural.
Lo fácil, en estos casos, es generar enfrentamientos entre los diferentes actores de este modelo. De hecho, el nuevo mantra que algunos pretenden imponer es el de la codicia de los arrendadores, hosteleros o empresarios del sector turístico e inmobiliario. No es más que una forma de dividir, como si en esta crisis de la vivienda hubiera dos bandos. Por eso es tan necesario ahora el liderazgo de personas capaces de aunar esfuerzos en vez de confrontar y de hallar soluciones a través de expertos de verdad.
Basta echar un vistazo a lo que está ocurriendo y analizar las declaraciones de los diferentes actores para detectar, simplemente como observador no especializado, posibles soluciones. Y la primera de ellas sería agilizar con medidas extraordinarias la construcción de nuevas viviendas protegidas y de renta libre y también de alquiler. Para ello las administraciones deberían desarrollar suelos por la vía de urgencia y, al mismo tiempo, promover incentivos económicos y fiscales para la promoción de esas casas. La reactivación de la construcción es inviable sin la colaboración público-privada.
Otra solución pasaría, como permite la legislación, por la declaración de zonas tensionadas en la ciudad para, de esta forma, limitar las viviendas turísticas y promover índices de referencia para poder controlar de alguna manera los precios de los alquileres. Es verdad que esta medida es extremadamente compleja y merodea por los límites de otros derechos, pero no queda más remedio que adentrarse en ella porque el mercado está descontrolado y es incapaz de regularse sin provocar un desastre social.
Las viviendas turísticas, como los hoteles, son necesarias en el engranaje del sector y no debieran demonizarse, aunque ello no impide una regulación con sentido común y con las suficientes garantías jurídicas. El modelo de la vivienda turística ha crecido de forma asilvestrada y es el momento de podar muchas ramas para que ese árbol crezca más fuerte y con mejores frutos. Basta con quitar las malas yerbas y oxigenar los espacios para aportar sensatez a ese negocio.
Habría que asumir, por otra parte, el fracaso de la Ley de Vivienda en la regulación de los alquileres, porque ha tenido el efecto contrario al deseado al retraer a muchos propietarios, que ven en la posible declaración de vulnerabilidad económica del inquilino un riesgo para sus intereses, sobre todo por la absoluta falta de confianza en la respuesta de las administraciones frente a los derechos de los arrendadores. La protección de los inquilinos es imprescindible y justa, pero no puede recaer en el arrendador. Eso es evidente.
También convendría estimular a los propietarios para sacar al mercado las miles de viviendas vacías. Y para ello no hace falta dinero, sino garantías, seguridad, facilidades y, quizás, incentivos fiscales.
Lo que no puede ser, como hizo el alcalde Paco de la Torre, es pedir un esfuerzo económico a los privados por responsabilidad social corporativa mientras las administraciones –competentes en vivienda y beneficiarias del negocio de la construcción– no están dispuestas a ceder ni un euro. Y ya, de paso, no vendría mal repensar el modelo turístico para evitar que dentro de unos años, o unos meses, digamos que la masificación se nos ha ido también de las manos.
Afrontamos una crisis tan compleja que debemos estar preparados para decisiones impensables hace unos años y dispuestos a innovar en la gestión para que la propia legislación —urbanística, turística, administrativa o de vivienda— no termine por estrangular a los que tiene que proteger.
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