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Hay noticias que me dejan pensando -y doliendo- durante días. La de esta semana, del miércoles, aún escuece. Probablemente a usted también. La Policía Nacional ... acudía a una vivienda de Camino de Suárez a la llamada de un hombre y su hija de 11 años que habían dado patada en la puerta para okuparla y encontraron, horrorizados, el cadáver momificado de una mujer fallecida hacía más de diez años. Las investigaciones posteriores han datado la muerte de la señora en el verano de 2011 durante una ola de calor. Probablemente fuera ésa la causa de su fallecimiento. Lo dirá la ciencia. Nadie de su entorno, nadie que aclare qué pasó; ni ahora que ya hemos digerido el espanto, ni hace 14 años, cuando de repente su rastro se esfumó detrás de la puerta de su casa y ya.
Nadie la echó de menos. Nadie dio la voz de alarma. Ni siquiera los vecinos de la puerta de al lado. Lo triste -que también- no era que viviera sola desde que se quedó viuda, sino que muriera en casa y haya estado allí, olvidada, durante 14 años. Ni entierro, ni flores, ni un lugar en el que recordar que probablemente su paso por la vida le importó a alguien.
Lo triste, también, es que no es la primera vez que se escribe esta historia y que no será la última. Lo triste es que vamos demasiado rápido como para reparar en las puertas que cada uno tiene al lado, que de repente no eches de menos un 'buenos días' en el ascensor o que el buzón se llene de cartas y no pase nada. Que estemos rodeado de personas que viven solas -por fuera y por dentro- y no nos importe qué es de ellas. Sobre todo los mayores.
Podemos echarle la culpa al ritmo de vida, a que no hay tiempo, a que se nos acumulan las obligaciones; pero en apenas una generación las personas mayores han dejado de estar en el centro de las familias y han pasado a ser un estorbo. Podemos poner mil excusas, pero en realidad lo único que ha pasado es que nuestras prioridades han cambiado. Lo explica muy bien el periodista y escritor Pedro Simón en su novela 'Los incomprendidos': «Somos esa generación que en su infancia dejaba el mejor sitio de la mesa para el padre (o el abuelo) y que ahora se lo deja al hijo. Eso somos».
No puede llevar más razón. Y no podemos estar más equivocados.
Pongan en ese lugar de la mesa el nombre que quieran: el padre, el abuelo, el compañero de trabajo con el que apenas hablas o el vecino de la puerta de al lado. Saber de la vida del otro también nos protege de nuestra propia soledad, pero vivimos demasiado cansados para cargar con las pequeñas miserias de los demás, cuando en la mayoría de los casos sólo es necesario un 'buenos días', no mirar al suelo, llevar la cuenta sencilla de que esa persona con la que antes nos cruzábamos en el ascensor lleva demasiado tiempo sin abrir la puerta de su casa. Porque después nos espantamos con historias como la de esta semana, sin caer en la cuenta de que somos nosotros los que alimentamos el olvido del otro.
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