Violeta Niebla
Lunes, 17 de febrero 2025, 01:00
Últimamente me despierto con un pinchazo en el corazón. No es doloroso, pero está ahí. Un alfiler que roza con su punta la carne. No ... conozco el sonido de la alarma de mi despertador. A lo largo de los años ese sonido matutino ha ido cambiando, recuerdo de pequeña las gaviotas (el barrio donde vivía estaba mucho más cerca del mar). En el barrio de la Trinidad me despertaban unos gorriones jugando con un alboroto que daba envidia. En esta casa me han despertado muchas veces las palomas que hacen un nido en un nichito del edificio y las escuchamos al amanecer arrullando. Pero ahora abro los ojos en la noche cerrada, un corte limpio en la oscuridad. No sé si es un síntoma de algo o simplemente el cuerpo me quiere decir algo en un idioma que todavía no entiendo. La gente habla mucho del insomnio, pero lo mío no es eso. Yo me duermo en cuanto apoyo la cabeza en la almohada. Lo que no puedo es prolongar mucho el sueño, aferrarme a él.
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Transito la noche como quien se sumerge en una piscina buscando el fondo. Cojo aire y me impulso con fuerza, pero al tocarlo, abro los ojos y ya estoy en la superficie. No hay vuelta atrás. Como si dormir fuera practicar apnea, cuando los pulmones dan la señal y el cuerpo, sin preguntar, se impulsa de vuelta a la superficie. Me pregunto si es ansiedad, si es la edad o una cuestión de responsabilidades que se amontonan sobre mi cuerpo como un animal invisible. Antes me engañaba creyendo que podría echarme una siesta, pero eso nunca ocurre. Ahora ni siquiera me permito esa trampa.
No sé en qué momento el sueño dejó de ser algo placentero y pasó a ser un trámite. Me pesa durante el día como un abrigo mojado. Me despierto con la batería al 100%, pero al caer la tarde ya solo soy una luz roja parpadeando. Y sin embargo, cuando llega la hora de dormir, el letargo se convierte en otra cosa. Algo blando y poroso, el deseo adolescente de cinco minutos más, cinco minutos más. Paso la mitad del día luchando contra el cansancio y la noche con una lucidez inútil.
Noelia me contó que había escuchado que los espejos guardan un poco de nuestra esencia. De todas aquellas personas que se han reflejado en él a lo largo de los años. Lo dijo el otro día, mientras paseábamos por una tienda de muebles. Me quedé un rato en la sección de espejos, buscándome en ellos. Preguntándome qué se estarían quedando de mí. Duermo delante de uno. Me pregunto si, cada noche, el cristal me roba algo y me devuelve distinta al despertar.
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