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Dicen que ayer cumplimos sesenta días de confinamiento. Y escribo 'dicen' porque he de confesar que ando algo desorientado. He perdido la cuenta del tiempo en este purgatorio que precede a la 'nueva normalidad'. A veces despierto en miércoles convencido de estar en martes. Otras, ... trastabillo con las horas en una especie de 'jet lag' de Covid-19. Las únicas sensaciones que conservo de lo que ya fue la otra vida es la pereza del lunes y el siempre chisposo ánimo del viernes. Todo lo demás es confuso.
Así que, de momento, aquí permanecemos, en esta extraña frontera difusa y polémica entre fases, predispuestos a ir saliendo cada vez más a la calle pertrechados, eso sí, de mascarillas, ahora dicen que con guantes no, y con miedo, mucho. Porque me parece a mí que la jindama nos va a durar aún una temporada larga, vistas la dificultad para domeñar al bichito y la impiedad que puede llegar a aplicar contra quien alcanza.
No hay nada que más me incordie que la pretenciosidad de dar consejos y de hacer balances, y más en estos tiempos inéditos en los que nadie tiene experiencia ni en pandemias ni en desescaladas. Pero sí es cierto que estos dos meses me han servido para comprobar cuánto sosiego necesitamos. Me ha costado reconocer incluso a buenos amigos, otros no tanto pero sí conocidos hace años, polarizados en un bando o en otro de esta crisis. Sí, ya sé que es muy español eso de estar conmigo o contra mí. Pero en estas ocho semanas he tenido que hacer varias veces un ejercicio de higiene mental y echar el cierre aunque sea por unas horas a cualquier debate, especialmente en ese pudridero insalubre y de odio que son las redes sociales.
Y miren, qué quieren que les diga. No soy muy dado al mundillo rosa y su periferia. Pero ayer me impresionó leer que una leucemia se ha llevado por delante al hijo de Ana Obregón. 27 años. Quedémonos con eso, con lo jodida que puede llegar a ser la muerte como para que andemos aquí a la gresca con banderas y siglas, sin saber dónde está el siguiente esquinazo de la vida.
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