Romancero de Antonio el gitano
INTRUSO DEL NORTE ·
La ciudad ha cambiado, pero el patrimonio inmaterial de sus habitantes debiera ser cuidadoSecciones
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INTRUSO DEL NORTE ·
La ciudad ha cambiado, pero el patrimonio inmaterial de sus habitantes debiera ser cuidadoAntonio el patriarca, flor de la raza calé, murió hace poco y me enteré por no sé qué grupo de guasap. Suyo era ese trabajo ... de darle olor de jazmín al centro, mientras con sus casi dos metros de envergadura y su bigote de soldado en Flandes, brujuleaba por las cercanías de la Catedral. Si se le prestaba atención, revelaba con literatura y verdad un episodio cachondo de nuestra historia reciente. Cuando quisieron venderle la propia Catedral a un norteamericano que me parece que sí, que pagó. En la aventura, cuando en el Obispado entraba todo quisqui, se disfrazaron de curas para customizar mejor la estafa.
Pero Antonio era mucho más que su leyenda, era el prototipo de patriarca guapo y gitano, y la última vez que me lo crucé con Nacho Alcalá nos dijo que andaba haciendo algo de teatro lorquiano. No pedía limosna, pero siendo esa flor de la raza calé que decimos, su oficio y desempeño principal consistía en dejarse retratar frente a La Manquita y cobrar por ello.
Su sombrero lo delataba siempre como caballero de otro siglo, y entre la buena gente que camina su sombrero destacaba. Era eso que Unamuno llamaba la intrahistoria, acaso la intrahistoria más pura de la ciudad. Tomaba café de pie, mientras delante de él, en lo que es un día, pasaba 'el Cantinero de Cuba' rasgándose la garganta o ese octogenario bajito que bailaba verdiales y animaba la ciudad mucho antes del confinamiento. Porque la ciudad ha cambiado mucho, pero el patrimonio inmaterial de sus habitantes debiera ser objeto de especial cuidado por parte del Ayuntamiento. Claro que sí.
Con esto de los guiris y de que nos cerraran el botellón en la Merced, el Centro ha perdido el encanto canalla que le daban gente como Antonio, una amable enciclopedia de la gramática parda con quien la vida era más verdadera invitándole a un fino en el Orellana.
Una vez, Julio Anguita me conminó en Córdoba a cambiar la mirada sobre las cuatro esquinas cotidianas. Mirar al cielo urbano, también al suelo, y a toda esta gente peculiar que hacen que, por ventura, Málaga no sea Galdácano, a Dios gracias. Qué tardes aquellas de junio, sin tiempo, cuando nos dejábamos llevar por el paisanaje, y pasábamos el día con el Mocito Feliz o Antonio. Y pasábamos de la novia, que se iba de compras y no asumía que yo he nacido para ser Jesús Quintero.
Queda un primoroso retrato de Antonio en el escaparate de una óptica muy cerca del Teatro Cervantes. Quizá un homenaje a un hombre que hizo la gran ciudad más amable. Que este texto no sea en balde, y que los que recuerdan a Antonio reflexionen sobre una tragedia: que la ciudad se quede sin alma.
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