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Un sábado en el Paseo de los Tilos. Alguien se sienta en una terraza a leer las últimas páginas de una novela. El libro no ... es nada del otro mundo. Pero es de ésos que se disfrutan. Y quiere dedicar esa media horita a deleitarse con esa trama facilona y previsible. Se pide su tercio en ese bar de su barrio que le gusta, popular pero un poquito pretencioso. A su lado se sientan dos señoras. Mayores, modernillas y sin tonterías. Como se ve ella en unos años. Se piden también sus cervezas con las aceitunillas que el camarero, también opositante eterno del sector educativo, pone siempre de tapa. Y ocurre el milagro: «Oye, ¿te molesta si fumamos?», le preguntan a la lectora. Ésta, antes de contestar, pone una cara tal que las mujeres entienden que el humo estropearía ese momento de paz que ha arrancado entre obligaciones. «No te preocupes, lo entendemos. Siempre preguntamos porque queremos ser respetuosas. Nunca fumamos cuando hay personas mayores o niños. En la playa nos alejamos de la gente cuando encendemos un pitillo», explican.
Así que la lectora sigue a lo suyo. Y primero se levanta una de las mujeres a echar un cigarro. Luego la otra. Cuando la del libro acaba la última página, está feliz. No por el final del relato, sino por la posibilidad de contagiarse de la amabilidad de sus vecinas. Se lo confiesa. Les da las gracias. Piensa para sí que ojalá ser así de educada siempre. Y se acuerda de la entrevista a María José Márquez, profesora de Arquitectura y especialista en Urbanismo, que decía que había que recuperar la cortesía (ella hablaba de automovilistas, ciclistas, peatones, patinetes...).
Por la tarde, la lectora sale con la bici a dar una vuelta. Hay que bajar la cerveza y las tapas. Maldición: se sale la cadena. «Yo puedo», se dice. «Si no, alguien me echa una mano seguro, vivo en el barrio más poblado de Málaga, malo será que no aparezca un alma caritativa». Pone la bici patas arriba en medio de la calle. Trata de encajar la cadena. No hay manera. Con las manos ya negras, a punto de darlo por imposible, volverse a casa y llevar el lunes siguiente la bici al taller, aparece un señor con mejor voluntad que pericia y un segundo más tarde una chica con tanta habilidad como generosidad que engancha la cadena otro segundo después. El señor da su consejo: «Tienes que echarle grasa a esa cadena. En el chino ese de ahí venden un spray que va muy bien. Si no, te va a dejar tirada en cualquier momento».
La ciclista, diligente, hace lo que le aconsejan. Mientras vuelve a montarse en su bici con la cadena engrasada y en su sitio reflexiona sobre esa teoría o esa creencia inquebrantable que ella tiene en la bondad de los desconocidos, que enlaza con su respaldo a la natural bonhomía de la especie humana defendida por Rousseau frente a los hobbesianos del 'Homo homini lupus est' en las discusiones fervientes de su juventud. Qué triste ser joven y ser de Hobbes, qué ingenuo ser mayor y seguir siendo de Rousseau. Pero la bondad de los desconocidos, el bien desinteresado de quien nada sabe de ti a la del libro y a la de la bici le devuelve a esos bares muy lejanos del norte en que discutíamos de filosofía. En esos sí había mucho humo todavía, como en la terraza en la que se ha escrito esta columna, que es otra.
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