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El héroe de Waterloo, el del flequillo indomable, el salvador de los pueblos oprimidos y de la libertad pisoteada. Que le levanten estatuas, que los poetas del reino, o mejor, de la república catalana, le dediquen odas, que esta Navidad solo se fabriquen caganers con ... su figura acuclillada y los muchachos del lugar levanten castellets hasta rozar las agujas más altas de la Sagrada Familia en un equilibrio solo comparable al que realiza Pedro Sánchez. Todo parecerá poco para compensar la aquiescencia de este hombre que nació a la política nacional como chico de los recados de Artur Mas y ahora decide con la dirección de su pulgar el rumbo de la política española.
No se sabe si la tensión de la cuerda a la que está sometiendo al PSOE forma parte de la coreografía o tiene un trasfondo de realidad, más allá de aparecer en clave interna catalana como los más férreos defensores del independentismo frente a los acomodados de Esquerra. Ellos, los de Junts, los de Puigdemont, siempre van a pedir dos huevos duros más que los republicanos catalanes. Son más puros, desprecian más al resto de España, y lo tienen que demostrar. A eso se suma el desquite personal del gran Carles Puigdemont, que ha pasado del maletero del coche a ningunear a los enviados de la Moncloa. Como puntuales reyes magos acuden a Bruselas o adonde el ínclito del flequillo los cita, y le llevan el oro, el incienso y la mirra multiplicados por dos. Pero él pide más. Quiere que los camellos de los magos lleven la senyera en el lomo y que los pajes vistan la equipación del Girona, o cuando menos del Barsa.
Y ahí estamos todos. Boquiabiertos viendo la cabalgata, presenciando el desfile que inició la vicepresidenta Díaz en pos de la estrella de occidente. En un pomposo pesebre de Waterloo, como correspondía al enviado del catalanismo, nació el niño Puigdemont. Futuro apretador de tuercas. En el Congreso se hablan ya las lenguas cooficiales, no importa que cuando habla un diputado en euskera a los diputados catalanes se les traduzca en castellano, es decir, que esta lengua sea finalmente la de destino, lo que importa es el gesto, lo mismo que importaron los bienvenidos indultos y la malnacida rebaja de la malversación. O esos casi quince mil millones de rebaja que le hacen al niño Carles a modo de carantoña. Pero quiere más. De momento ha frenado el ímpetu de quienes pretendían abordar la sesión de investidura en dos días y ya festejaban el nuevo Gobierno. Eso será cuando Puigdemont quiera. O cuando no quiera. O cuando el máximo representante de un partido tan digno e históricamente necesario como el PSOE vuelva a calibrar la balanza.
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