SR. GARCÍA
Carta del director

La prevención del suicidio: una cuestión de estado

Resulta urgente romper el muro de silencio, elaborar un plan nacional y afrontar la realidad: cada día diez personas se quitan la vida en España

Manuel Castillo

Málaga

Domingo, 11 de septiembre 2022, 00:10

Casi nadie quiere hablar del suicidio. Sartre escribió que es el único problema filosófico verdaderamente serio, aunque lo cierto es que trasciende el pensamiento para convertirse también en un drama que debería ser considerado social, político y de salud pública. Una cuestión de Estado, en ... definitiva. Diez personas se quitan la vida cada día en España. En 2020 se produjeron casi cuatro mil suicidios, 163 en Málaga, y detrás de cada muerte hay una veintena de intentos fallidos. Entonces, ¿por qué seguimos relegando al segundo plano, cuando no ocultando directamente, un asunto que debería ser prioritario para todos?

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En general, la muerte siempre resulta complicada de abordar. Pero el suicidio deja un reguero de tabúes y estigmas que deberían avergonzarnos como sociedad. Aún recuerdo un reportaje de Alberto Gómez publicado en SUR sobre familiares que hablaban del muro de silencio y el sentimiento de culpa que rodea al suicidio. «A Pablo –contaba Carmen, su madre– dejaron de nombrarlo. Fue como si lo mataran después de muerto. Nos preguntaban que cómo no nos habíamos dado cuenta. Hubo vecinos que agachaban la cabeza cuando nos veían». Es muy triste que, por desconocimiento o incapacidad, los seres queridos de las víctimas atraviesen un doble duelo.

El suicidio necesita un plan nacional de prevención, como reclaman muchas asociaciones desde hace más de una década, una estrategia transversal que debe tener dos objetivos prioritarios: ayudar a quien lo necesite, una vez que sabemos que la mayoría de personas con pensamientos suicidas no quiere morir sino dejar de sufrir, y derribar los prejuicios sociales heredados de otros tiempos. Hay que hablar de salud mental, del sufrimiento y de la ansiedad, de todo aquello que tanta gente sufre en silencio y cuyo peso, compartido, puede aligerarse. Y los medios de comunicación tenemos una responsabilidad enorme.

Aún hay quienes se aferran a esa convención anticuada de que no se debe tratar el suicidio en público, algo que durante demasiados años borró de las páginas de los periódicos todas estas muertes. La razón era evitar el efecto imitación, un argumento absurdo que llevaría a los diarios a no dar noticias de sucesos. Bajo este prisma tampoco deberían publicarse crímenes ni informaciones sobre maltrato o acoso, incluso sobre incendios forestales o actos vandálicos. Esta idea de que no había que hablar del suicidio era, ni más ni menos, un autoengaño colectivo con el que satisfacer este gran tabú nacional. Es decir, una forma de mantener ese muro de silencio tan cruel.

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Lo que sí debemos hacer los medios es escribir bien y con responsabilidad de este asunto, evitando el regodeo en los detalles más escabrosos que no aportan nada esencial a la información. Hay que empezar a escribir con naturalidad, porque de otro modo seguiremos contribuyendo a agravar la soledad que ahoga primero a las víctimas y luego a sus familiares.

Detrás de cada intento de suicidio hay un drama personal y familiar de dimensiones colosales, aunque a menudo sea un periplo atravesado en silencio. Por eso, además del suicidio, hay que hablar de todo aquello que desafía la estabilidad emocional, desde la propia soledad hasta la precariedad, desde el estrés de un ritmo de vida a veces insoportable hasta la deshumanización de las relaciones sociales. Preguntar «cómo estás», pararse a pensar en qué situación puede encontrarse alguien a quien vamos a responder con un mal gesto o cuestionarse si es necesario enviar ese comentario que sólo alimentará el odio que destilan las redes sociales son pequeños detalles con los que podemos ayudar a que este clima de crispación que parece permanente resulte un poco más habitable.

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Pero no nos engañemos. Este problema pide a gritos una solución pública. En Málaga se registraron en 2020 más de 17.000 llamadas al Teléfono de la Esperanza relacionadas con actitudes suicidas. Y de ellas, 90 las realizaron menores de edad. Las administraciones tienen la obligación de intervenir con la mayor celeridad posible, como ocurre en otros países, para ayudar tanto a las víctimas como a sus familiares y sobre todo para prevenir. Con salvar una sola vida ya merecerían la pena todos los esfuerzos.

El Gobierno, la clase política y todas las instituciones implicadas han de ponerse en manos de los expertos y de las familias que han pasado por esta tragedia y diseñar de una vez por todas ese plan de prevención nacional capaz, por lo menos, de arrojar algo de luz en la oscuridad de este túnel y reeducar a la sociedad. No hay excusas. Sólo así se podrá combatir la primera causa de muerte no natural en España, por encima de los accidentes de tráfico, pero sobre todo podremos mirar a los ojos a tantas y tantas personas perdidas en la terrible oscuridad de no tener respuestas a sus preguntas.

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