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Últimamente escucho con demasiada frecuencia a personas que utilizan esta exclamación llenas de orgullo, como si fuese algo bueno la falta de competencia. Parece que se nos ha olvidado que detrás de sociedades cerradas donde se limita y desincentiva solo habitan la pobreza y la escasez de suministro. Desde hace ya más de 30 años se construyen en nuestro país una ortodoxia en la que se entiende que todo servicio que suministra una entidad privada es malo y si lo hace una pública es bueno. Una especie de dogma con el que algunos sectores, especialmente aquellos que se autoproclaman progresistas, están intentando impregnar en nuestro ADN social. Tenemos que ser conscientes de que cuando las sociedades se cierran y atacan la libre competencia de una forma tan deliberada y dogmática, el final siempre es el mismo: pobreza y paro.
La historia de cómo compiten los países nos ha demostrado que cuando en un ecosistema aparecen cada vez más actores con la intención de competir, el mercado se vuelve más dinámico e innovador, y como resultado, mejores productos, a precios más bajos y con una mayor accesibilidad para el consumidor final. Y es que, con el incremento de la competencia ocurre algo parecido a lo que David Hume llamó 'emulación celosa', en el que todos los intervinientes empiezan a copiarse entre sí imitando todo aquello que le funciona al resto. Esta tensión competitiva genera un proceso virtuoso de atracción de talento con la intención de innovar para ganar alguna ventaja competitiva sobre el resto. Y esta situación es extrapolable a cualquier sector productivo, incluido el sector servicios y, por supuesto, el educativo, el cual ha experimentado una falta de competencia histórica en nuestro país en general y en Andalucía de forma especial durante los últimos 30 años.
Atacar la libre competencia es preocupante per se, pero hacerlo desde el mundo académico es doblemente doliente, pues es la 'académica', la entidad a la que más apertura y búsqueda incesante de la verdad se le presupone. Demasiadas voces del mundo académico atacan deliberadamente la llegada a nuestro territorio de entidades educativas privadas con la intención de competir libremente. Alzan la voz, critican de forma vehemente las maldades y perjuicios que, según ellos, implica esta llegada y nadie dice nada en contra. El debate se ha suprimido y se está demonizando a la educación privada. Tal y como afirmó Stuart Mill, «la tendencia fatal de la humanidad a dejar de pensar en una cosa cuando ya nos es dudosa es la causa de la mitad de sus errores». Pero por Dios, Alá, la Energía o lo que cada cual prefiera según creencias, ¿es que no tenemos suficientes datos científicos y hechos empíricos que demuestran que la libre competencia y la generación de mercados fragmentados, quiero decir que no desemboquen en monopolios ni oligopolios, mejoran la riqueza, los productos y su accesibilidad? Matizo que yo sí creo en la visión keynesiana de un Estado vigilante y controlador para evitar potenciales concentraciones del mercado en uno o unos pocos actores, lo cual origina justo el efecto contrario al de un mercado competitivo: empeoramiento del producto, subida de precios y problemas de suministro.
La educación pública y sus embajadores me recuerdan cada vez más a la Iglesia más inquisidora y a la Universidad más ortodoxa del medievo en la que se prohibían los textos aristotélicos bajo pena de muerte. Si seguimos generando una educación cerrada temerosa de toda innovación y de competencia seguiremos empobreciendo nuestro capital humano en los dos pilares fundamentales de la construcción de una sociedad libre, crítica e innovadora: el pilar técnico y el humanista. Es el momento de recordar los valores de la Ilustración y despertar a la institución educativa del sueño dogmático. Kant explicó con aplastante claridad que los cimientos de la Ilustración se construyeron bajo dos principios básicos, la libre y cada vez mayor competencia entre países y la emulación celosa que definía Hume. Ya está bien de criticar y temer a la libre competencia.
Por todo ello, es muy obvio que necesitamos abrir nuestra mente a otros puntos de vista, a otras ideas y mezclarlo todo, absolutamente todo, razas, culturas, religiones, valores y por supuesto, todo lo público y lo privado. He aquí donde reside el conocimiento verdaderamente innovador. Debemos volver a pasar de las ideas autoritarias a la autoridad de las ideas y sentarnos bajo el principio popperiano de las verdades provisionales. En todas las grandes instituciones históricas tenemos verdaderos referentes de libertad y apertura, como por ejemplo -y siempre he sido muy crítico con la Iglesia por tantos siglos de oscurantismo y sangre-, pero no podemos negar que también ha sido la institución que generó librepensadores y defensores de las sociedades abiertas de la talla de Santo Tomás, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez o Juan de Mariana entre otros. Es necesario que no solo personas que estamos en la educación privada sino también en la pública alcen la voz ante planteamientos tan antiguos y luditas.
Dejemos de temer la innovación, dejemos de temer la verdad y la provisionalidad de las ideas y ayudemos a crear sociedades cada vez más libres y competitivas. Salud y fuerza para el camino.
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