Decir lo que se piensa se ha convertido en un acto revolucionario en estos tiempos. Y alcanza la categoría de heroico cuando los argumentos contradicen o ponen en duda la corriente dominante. Lo políticamente correcto se extiende como un pensamiento único; desafiarlo suele tener un ... alto precio personal que se traduce en campañas de acoso en el ecosistema de redes sociales de consecuencias imprevisibles para quienes las sufren. ¿Y cómo se ha llegado hasta aquí? Esta pregunta daría para mucho, pero en una primera aproximación podríamos responder que esta situación se debe a la implantación de los populismos en lo más profundo del sistema: en política, en políticos, en medios de comunicación y en numerosas actividades sociales.

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Vivimos en una sociedad empeñada en contentar a todo el mundo, todo el tiempo y en todos los casos, una sociedad que sólo da a la gente aquello que le gusta, que quiere escuchar y que quiere ver. El síndrome de la piel fina, de ofenderse por todo, nos ha acomplejado como colectividad y reduce cualquier hecho: sin matices no hay contexto, y sin contexto no hay posibilidad de comprender una realidad compleja que trasciende la torticera división entre buenos y malos, una división útil en plena era de la simplificación de mensajes, pero peligrosa como brújula vital. Es como si sufriéramos un extraordinario proceso de infantilización social, de frivolización de la vida adulta. La sociedad es hoy como un tipo que arrastra la adolescencia hasta los 40 años: sólo piensa en él, es gregario, se cree en posición de la verdad y desprecia todo lo que no tenga que ver con sus intereses.

Quizá atravesamos la etapa con menor libertad de expresión de nuestra democracia. En el franquismo actuaba la censura y en estos tiempos, la autocensura. Las turbas de hoy que vociferan en las redes sociales son los censores de ayer, aquellos que llegaban en moto a los periódicos para revisar las páginas y las galeradas, para tachar en rojo lo inconveniente, lo prohibido, para decir lo que se podía decir, para sancionar al díscolo.

Hoy hablar de igualdad, feminismo, inmigración, machismo, racismo, xenofobia, homosexualidad, religión, política o ideología es adentrarse en un campo de minas en el que el riesgo no es que te insulten sino que te encasillen: fascista, comunista, xenófobo, homófobo, radical, facha o rojo. No hay lugar para el debate, el análisis, la discrepancia o el término medio. No hay lugar para la convivencia de ideas contrapuestas, y mucho menos para respetar al que piensa diferente. Incluso al que defiende posturas absolutamente contrarias. Es lo que pasa cuando nos obligan a comulgar con ruedas de molino, cuando o pensamos como hay que pensar o no podemos pensar. Ocurre con la ola de revisionismo histórico, incapaz de convivir con la historia, con el pasado, contextualizarlo y entenderlo. Quemar libros o derribar estatuas es el principio del abismo. ¿Cuál es el límite? ¿Destruir todo lo que hoy no nos gusta? ¿Demoler cualquier vestigio de violencia o dominación sean castillos, catedrales o palacios?

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Y en todo esto los medios de comunicación tenemos una extraordinaria responsabilidad y tenemos que asumirla. Y en este asunto tomo prestadas algunas ideas que recientemente leí en una entrevista a David Trueba en 'El País'. Un periódico no está para mostrarle a sus lectores lo que quieren leer, para reafirmar sus ideas, para caer en el buenismo y la complacencia. Todo lo contrario: debe hacer dudar. Un periódico está para ser incómodo, para enseñarle a sus lectores la realidad, les guste o no, coincida con su forma de pensar o no. Un periódico debe hacer reflexionar, debe aportar contexto, información y análisis. Un periódico nunca debe estar en trincheras ideológicas porque le alejan de la razón. Un periódico debe poner al lector en el lugar del otro, permitir ver la realidad desde diferentes perspectivas. Un periódico debe poner todo en duda, porque de lo contrario no sería un periódico sino otra cosa. Y eso no le impide trabajar por lo que cree, por lo que defiende, desde una posición de firmeza pero también de pluralidad.

Y en eso estamos, porque no es fácil. Lo sencillo es seguir la corriente, decir lo que no moleste, lo que sea políticamente correcto, lo que pase inadvertido, pero por eso mismo no nos gustan las cosas sencillas. Nunca se puede contentar a todo el mundo y aquellos que lo intentan terminan por no contentar a nadie. Quizá porque la clave de un periódico reside en ser honesto con los principios periodísticos. Sin más. Sólo así se puede ganar lo más difícil: la credibilidad del lector.

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Vivimos en un mundo tremendamente hostil, antipático e intolerante. Pero al mismo tiempo nos permite comprobar que cuando alguien sólo es capaz de responder con insultos es que no tiene argumentos ni razón. Es un buen punto de partida. El maestro Manuel Alcántara solía recordarme que nunca necesitó un insulto, ni siquiera para quienes lo merecían. Por eso cada día fue tan certero y respetado.

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