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Que el ser humano es reticente al cambio es algo conocido. Tanto es así que el refranero popular dice aquello de 'mejor malo conocido que bueno por conocer'. Esta premisa no impide analizar lo que desde hace décadas, quizá desde siempre aunque no lo hayamos ... vivido, ocurre en Málaga y en muchas ciudades de la provincia: la resistencia de pequeños grupos a grandes iniciativas urbanísticas y arquitectónicas que se presentan por parte de las administraciones públicas o de empresas privadas. La respuesta social y ciudadana siempre es positiva y saludable, porque ayuda a tomar el pulso de los asuntos, pero pierde ese sentido cuando se utiliza como herramienta de confrontación política o como coartada para manipular a la propia opinión pública. Aquí, en Málaga, impera una peculiar forma de afrontar los proyectos: de entrada, no.
Ocurre que, cada vez con más frecuencia, los políticos desisten de su papel de representación y exhiben miedo y temor a tomar decisiones. O bien tienen pánico a la crítica o bien prefieren dejar en otras manos su responsabilidad como gestores, sea en el gobierno o en la oposición. De esta forma, las ciudades corren el riesgo de quedar a merced de una nueva forma de representación: la minoría ruidosa que se arroga la representación de toda la gente. Y pienso: ¿quién es la gente? ¿Quién decide lo que dice y piensa esa gente? ¿Quiénes los representan si no son los propios representantes elegidos en las elecciones? No cabe duda de que entramos en un terreno pantanoso y, en algunos casos, en un campo de minas. No se trata de quitarle valor a la opinión ciudadana, sino de no confundir esa opinión ciudadana con la de pequeños sectores o grupos cuya mayor habilidad es hacerse oír por cualquier medio.
Y todo ello en un ambiente en el que nadie quiere verse sometido a la crítica ni al escarnio en las redes sociales, en las que se impone, y no es una exageración, el miedo. Hoy oponerse al ruido de las redes es un acto heroico. Se puede entender que un ciudadano de a pie rehúya esa batalla, sobre todo cuando no tiene nada que ganar, pero cuando les ocurre a políticos o a personas con representación pública adquiere la condición de cobardía. Por ello hay que tener cuidado con la dimensión e importancia que se le da a los que se arrogan la voz de 'toda la gente'. Un mundo, por cierto, en el que la arrogancia, la soberbia y el narcisismo campan a sus anchas. Bajo el manto elitista de expertos, ilustres, destacados personajes o manifiestos no suele haber nada interesante, salvo una forma como otra cualquiera de manipulación y presión disfrazada de sociedad civil.
La lista es interminable, pero voy a citar aquí algunos ejemplos de proyectos que en Málaga tuvieron ese imaginario rechazo ciudadano. Uno de los más llamativos es el de la peatonalización de la calle Larios, cuya obra se realizó pese a esa supuesta indignación popular. Hoy quizá no habrá nadie que lo considere una mala decisión. De la misma forma hubo grupos que intentaron evitar el túnel de la Alcazaba, hoy una de las arterias principales de la movilidad en el Centro Histórico. Es verdad que es ruidoso, pero es una de las actuaciones más eficaces y valientes, porque no hay que olvidar que había quien pronosticaba el derrumbe de la Alcazaba.
El centro siempre es motivo de 'clamor' ciudadano. Aún recuerdo la resistencia a la remodelación de la plaza del Obispo o más recientemente a la reordenación de Hoyo de Esparteros y la construcción del conocido hotel de Moneo, un eminente arquitecto al que la Corporación municipal despreció con una evidente falta de educación cuando vino a explicar su proyecto. También ocupa un lugar en esta relación la oposición a la demolición del edificio de la pensión La Mundial. La verdad es que en esta ciudad hay pánico a las demoliciones, porque también hubo firmantes activos contra el derribo del silo del Puerto en lo que hoy es el Palmeral de las Sorpresas.
Hubo incluso quien criticó lo que hoy es el Cubo del Pompidou y consideró una barbaridad las obras del Muelle Uno. Y en este contexto los hay también que hoy critican ferozmente los proyectos museísticos de la ciudad.
Nada se libra de la crítica de la gente, porque también las hubo al edificio de La Equitativa (una mole de hormigón, decían), a las playas artificiales de La Malagueta y La Caleta y también a los chiringuitos, e incluso al proyecto del AVE que conecta Málaga con Madrid y al propio proyecto (ese que todos los políticos anuncian y luego guardan en el cajón) del tren del litoral para conectar por tren Marbella y Málaga.
Y recientemente podemos recordar el caso del rechazo al proyecto de Antonio Banderas en el solar del Astoria (de la que se libró el actor malagueño), a la torre del Puerto en el Dique de Levante o a las torres de oficinas en los terrenos de Repsol. Es precisamente en el caso del hotel del Puerto en el que se observa el mayor alarde de manipulación y confusión de esa minoría ruidosa. Una cosa es tener una opinión en contra, absolutamente respetable en este caso y en otros, y otra cosa es intentar imponer esa opinión a toda costa y con cualquier método.
Y, puestos a pensar, habría muchos ejemplos más. ¿Significa esto que todo lo que se ha hecho es un acierto? Pues no, porque la remodelación de La Coracha, que también tuvo sus críticos, fue y es un auténtico desastre en mi opinión. ¿Significa que las críticas ciudadanas son irrelevantes? Pues tampoco. De hecho, pienso que fue positiva en algunos aspectos, no en todos, relacionados con la incorporación del puerto a la ciudad. Quizá el mejor ejemplo, diría que el único, de movilización ciudadana real fue el de Málaga por su Aduana, en la que de verdad hubo un clamor ciudadano expresado en multitudinarias manifestaciones.
Con todo esto pretendo defender que la crítica es positiva, pero no hay que sobrevalorarla, porque de lo contrario se corre el riesgo de paralizar la ciudad y el propio desarrollo. Resulta perverso cómo la propia política y los políticos utilizan estos proyectos y 'la excusa de la gente' para la confrontación, para debilitar al de enfrente y para socavar la gestión del que gobierna. Ningún partido se salva.
La cuestión es cómo gestionar todo ello, cómo poner el bien general por delante de las ambiciones partidistas y políticas y de los intereses y preferencias de los que dicen ser la voz de la gente. Y lo fundamental, cómo hacerse oír y, sobre todo, cómo saber a quién oír entre tanto ruido.
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