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La modernidad debía de ser esto, un aleteo de másteres y títulos, una sobreabundancia de estudios universitarios que llegan sin esfuerzo. Una juerga que en vez de acabar con resaca y olor a vinazo y humo en la ropa concluye con un reparto de títulos, ayudas y compadreo a discreción. La caverna, los años de plomo, era aquel tiempo en el que los padres destripaban terrones, vendían huevos al por menor o tenían un empleo doble para que el niño pisara el umbral sacrosanto de la Universidad y respirase el mismo aire que los hijos de los señoritos.
Se dio el pistoletazo de salida y todo el mundo se puso a correr en esta carrera de sacos que es la competitividad, la acumulación, sea de lo que sea. Tarjetas negras, coches de gama alta que mágicamente aparecen en los garajes, bolsas de basura rellenas de billetes, sobresueldos, influencias, y, finalmente, títulos universitarios. Una especie de aguinaldo. Antes, a uno le regalaban una pluma con el capuchón de oro falso, o verdadero si el interfecto tenía pedigrí, ahora te regalan un máster, o media carrera. El curso universitario está a punto de comenzar. Los destripaterrones de ahora han ungido a sus vástagos para que acudan al templo del saber. Los alumnos son conscientes de que les esperan unos años de esfuerzo y formación. Y unos y otros, padres e hijos, también saben ahora que por encima de ellos, o por debajo, por esas cañerías por las que solo deberían discurrir las aguas fecales, circulan unos individuos que no han necesitado ni esfuerzo ni paciencia. Solo el brillo de su estrella. Eso ha bastado para que reciban la medalla.
De nada vale que nos digan que eso ocurre solo en un partido y no en otro. Los datos demuestran que no es así. Han devaluado la universidad, tener un máster ya empieza a ser motivo de burla. El pecado es mortal. La sospecha cunde, y el desánimo va con ella. Al final se trata simplemente de tráfico de influencias. Solo que en este caso no se pone en marcha ese tráfico para conseguir dinero. Solo unos simbólicos galones. Pero están bien. Las dos cosas, el símbolo y el galón. «Para la casa aunque sean piedras», decían los viejos destripaterrones. Pues estos señoritos dicen lo mismo pero en verso. Estamos sumidos en una especie de síndrome de Diógenes colectivo, nada es suficiente con tal de arrastrarlo a nuestro territorio. Si tiene utilidad o no, ya se verá, lo que importa es que sea nuestro. Hambre atrasada. Una parte considerable de la población probablemente no sepa ya quién es Carpanta, pero padece su misma ansia alimenticia. El monigote de Carpanta no paraba de imaginar muslos de pollo, bandejas rebosantes de alimentos, cazuelas humeantes que sobrevolaban su mente en forma de nube. Estos monigotes tienen otros apetitos, más refinados pero igual de insaciables. Sobre sus cabezas una tormenta. Pedrisco que cae sobre la sociedad y va dejando tierras yermas, ilusiones baldías y universidades esquilmadas.
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