Escribo estas líneas mientras pego unos sorbitos a un tazón de manzanilla. Siento como si una cuadrilla de albañiles me hubiera encofrado el estómago y el hormigón llevara horas allí fraguando pacientemente, inmóvil, pétreo, sólido, definitivo. Esta idea de celebrar la Nochebuena con un desfile ... suicida de platos indigestos tiene algo de nuevos ricos, de gente que vivía en la miseria hace dos generaciones y ahora puede permitirse el lujo de ventilarse a medianoche un bodegón de ensaladillas, corderos, bacalaos, macedonias y turrones, con vinos de distintos colores y chupitos de licores extravagantes.

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Es curiosa, y no sé si tiene algún fundamento teológico, esta exaltación de la gula para celebrar un humilde nacimiento en un pesebre o veinte druidas bailando en pelotas alrededor de un menhir, según a uno le dé por festejar la Navidad o el solsticio de invierno. La gula es, no obstante, un pecado capital simpático, como la lujuria o la pereza, y no me parece mal dedicarle una noche en estos tiempos de ira. Entre un cabrito asado con su jugo y un Ortega Smith con el suyo, ya me dirá usted con qué se queda.

Si algo me molesta de los excesos navideños es la vocación moralizante que demuestran algunos organismos. Hay hombres y mujeres que no estamos diseñados para el pecado sino para la penitencia, y esa es una grave tara que, si no se controla, puede conducirnos al avinagramiento y a la rectitud. Es muy fácil dictar lecciones de severo estoicismo cuando uno se ve inexorablemente abocado a la resaca y al omeprazol, aunque en realidad daría lo que fuese por poseer la capacidad pecaminosa de los estómagos fuertes.

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