Treinta y tantos años atrás, llegué hasta su mesa de redactor jefe con dos artículos de prueba. José Antonio Frías, el Viejo, abrió el sobre ... y comenzó a leer, mordisqueando la capucha de un Bic. Ya lo conocía. Llevaba yo varios años colaborando en el suplemento cultural del periódico y en ese punto Joaquín Marín, el director, quería probarme como articulista de opinión. Frías mordisqueaba y asentía. Jum, ji, jum. Levantó la vista -tenía sonrisa de niño cuando las cosas iban bien- y me dijo, Los dos, muy bien, publicamos los dos. Qué buena esta frase, añadió. La frase hacía referencia al trabajo de los periodistas en la guerra. Al esfuerzo por informar en medio de las adversidades. Frías, sin haber estado en ningún conflicto bélico, sabía de lo que hablaba. Conocía otras guerras.
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Con el tiempo, su mesa de redactor jefe se convirtió en la mesa del subdirector y luego, Frías, con la corbata sustituyendo a aquel collar medio hippie que le asomaba por la garganta la primera vez que lo vi, ocupó el despacho del director. Siguió mordiendo bolígrafos y la corbata no se le subió a la cabeza. El buen periodismo no entiende de adornos. José Antonio Frías llevaba recorrido un camino lo suficientemente dificultoso desde su infancia de niño de pueblo y estudiante coyuntural de seminario para saber por dónde andaba y también, cosa imprescindible en el periodismo, para saber quién era quién.
Ahora, finalmente, van a bautizar el parque de Martiricos con su nombre. 'Periodista José Antonio Frías'. Está bien que le pongan el oficio a la placa. Porque en él, como en los viejos maestros, lo de Periodista es mucho más que una profesión. Es una seña de identidad. Frías fue seña de identidad de SUR, del mismo modo que este periódico lo es de Málaga. Y no podría haber mejor lugar para ubicar el reconocimiento que esta ciudad le debe que en Martiricos. Un espacio indefectiblemente relacionado con este periódico. Sí, ese será el parque de José Antonio Frías, y también el de Fernando González, Pablo Aranda, Pepe Castro y tantos compañeros que compartieron la aventura de escribir la historia fugaz de un día, 362 días al año. Y de los compañeros que guardan y honran, 362 días al año, su memoria. Más de tres décadas después lo sigo teniendo en la retina. El bolígrafo maltratado, los ojos oscuros y rápidos, la sonrisa tímida. Igual que tengo aquel acto de valentía, cuando la enfermedad ya lo había hecho prisionero y en mitad de una conversación ajena se inclinó hacia mí y me susurró al oído eso que siempre callamos. Antoñito, te quiero mucho. La misma sonrisa de niño, pero la mirada sabiendo ya demasiado de otras guerras.
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