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Terminabafebrero, 2020 había arrancado con un cada vez menos tímido crecimiento económico que hacía albergar ánimos y esperanzas para jóvenes empleados y profesionales. Entre las previsiones positivas y negativas no se descontaba un virus y su contagio, a pesar de algún pequeño ruido en China ... del que se tenían todas las dudas. Pero aquella semana estuvo marcada por un gradual encendido de luces de alarma que pasó de tenue y moderado a brillo intenso, hasta llegar a un 8 de marzo en el que, ante noticias veladas y algunas sospechas, los agoreros y los optimistas se revolvieron con fuerza por sus encontradas posturas. El famoso 8-M fue una explosión de manifestantes en absolutamente todas las urbes de España, proporcional a su tamaño y población. El protagonismo del Gobierno en la llamada a filas callejeras hay que entenderlo en su justa medida; había datos, aunque no había certezas. Ello quiere decir que el contagio estaba avisado, pero su inmensa gravedad sólo representaba una posibilidad. Contraer la responsabilidad de pasar por alto la mínima prudencia, provocar la aglomeración de personas y la presunta promiscuidad de alientos y microbios, era un riesgo consciente de las altas jefaturas. Asumir esta temeridad pasaba por un optimista análisis, sin más base formal que un alocado entusiasmo político, quizá cegado por la obtención de un acariciado botín progresista en forma de explosión ideológica inaugural. La decisión de preferir manifestaciones en vez de contención fue la de aceptar una contingencia grave que no se quiso calcular; una conducta que se llama negligencia, con más atenuantes o con menos. O sea: «falta de cuidado, aplicación y diligencia de una persona o estamento en lo que hace o decide en el especial cumplimiento de una obligación. Error o fallo involuntario por falta de diligencia».

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