Arrecian los ataques políticos y personales a los más destacados líderes políticos situados en la oposición al 'status quo' gubernamental, quizá como nunca en los últimos tiempos. Cuando Subirats –ministro de Cultura, dicen que por cuota Colau–, preguntado por su opinión, arguye confundido que «la ... universidad es un espacio de debate» y bendice los organizados gritos, empujones y altercados en la Complutense, con motivo de la distinción que le fuera otorgada a la presidenta de la Comunidad de Madrid, casi ni nos asombramos. Son tiempos de publicada y vociferada sectarización creciente y hasta agobiante. Ser partidario de según qué líneas políticas empieza a ser tan demonizado que vicia el aire.
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Hoy se expulsa del paraíso a divulgadores o cronistas que ya no son lo que fueron. Véase Antonio Caño o Antonio Elorza y no digamos Juan Luis Cebrián o Savater. Hoy también se despelleja a empresas y empresarios con nombres y apellidos con acusaciones cuyo contenido carece de rigor y rezuman odio y conveniencia argumental. Cuando se proponen «supermercados públicos autogestionados» parece que la radicalidad marxista de un ejemplarizante comunismo vuelve a tener sitio, al menos en las peroratas más protagonistas. La creciente responsabilidad del presidente del Gobierno al frente de los fiascos legales o estas maneras de hacer política sólo obedece a una supuesta pero muy equivocada conveniencia por mantener un consejo de ministros ya claramente inviable e insostenible. Una coalición no era esto. Se pueden negar los choques, las discrepancias de gran calado y hasta las nefastas consecuencias de la aplicación de leyes estropeadas, pero la mentira flagrante empieza a no encontrar incautos que se las traguen. Lo malo es que este estado de cosas no es anecdótico, sino el resultado de permitir campear y dictar a los que no tienen votos de la sociedad para traernos sus decisiones. Sánchez garantiza hoy el mantenimiento de dañinos errores que asolan la vida pública y el gobierno de las instituciones y las cosas.
Rodríguez Zapatero, hoy casi santo varón por aquello de «otro vendrá que bueno te hará...» estiró mucho menos su gobierno y, sin embargo, sufrió en 2011 una derrota de bulto, casi una expulsión. Es bueno echar la vista a las situaciones comparables para sacar algunas conclusiones, de hecho, empieza a repicarse un run-run indicando que Sánchez acabará por sufrir una respuesta electoral atronadora. Ello a pesar del listón tan bajo que supone ese mínimo y pírrico objetivo inconfeso de conseguir sumar al menos 176 escaños de una mayoría social incompatible entre los restos socialistas, los votos neocomunistas, independentistas, radicales aberzales, nacionalistas de manual y residuales aventuras provincialistas vaciadas o reivindicadoras de cuota de existencia. Y es que ya ganar se antoja en Moncloa y Ferraz como un cénit imposible y descartado.
La inflación, el desempleo, la fiscalidad agravada y asfixiante, la necesidad de políticas consensuadas y tenidas por positivas por la mayoría, el inquietante y misterioso uso de los fondos Next Generation o, en suma, la imperiosa carencia de un planeado horizonte -como tal conocido- ahogan a España en el desconcierto y el desánimo. No vemos el momento de cambiar, Pedro.
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