Recuerdo aún aquel niño medio asalvajado que iba saliendo a la vida en los desmontes de Pedregalejo. Un día tuerto de una pedrada, otro día ... castigado por algo que no se sabe bien qué. Cuando vuelvo al barrio me veo a mí mismo, en el solar, pensando en un tesoro que había y que no era más que un aljibe hondo, donde nos aprendimos a compadrear con las ratas. En ese mismo solar, el niño que yo fui, con tablones que robaba de la obra, construyó un puente que salvaba el arroyo que muere al lado de los Astilleros. Muy por arriba. Mi padre me decía no sé qué cosas de Confederación Hidrográfica, pero el puente, que salvaba una altura de cinco metros, les servía a los de los pisos altos para bajar a la playa. Fuimos así. El puente aguantó y no se lo llevó ninguna riada, sino la rabieta de los mayores.

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Después, mucho antes de que Pedregalejo y Málaga se pusieran de moda, empezamos a patinar en línea, a reventar el pavimento y a dejarnos las rodillas en un hockey hielo que jugábamos en una calle donde algún día saludamos a Domi del Postigo y a Celia Villalobos. Éramos más golfantes que golfillos, y con cuatro perras íbamos al Chupete a por una hamburguesa que aplacaba el hambre entre que anochecía. Llevábamos las llaves colgadas de una guita al cuello, bajábamos desde La Cerrajera tumbados sobre un monopatín y éramos, al menos yo, rebeldes sin causa. No había esplendor en la yerba porque en el solar no había yerba, sino matojos. Alguna vez salimos con una escopeta, que no recuerdo de dónde salió, a cazar en lo que hoy es el acceso a la autovía desde Hacienda Paredes: nadie de la avifauna sufrió, porque nos entró el temblor de matar a un ruiseñor tan inocente como nosotros. Otro día fuimos en un hidropedal hasta un petrolero que andaba muy cerca de costa, y la hélice pudo habernos sumergido para siempre en el mar latino. El mismo mar que inaugurábamos en febrero, cuando la Semana Blanca salía cálida y ya estábamos nadando en las calas cuya ausencia hoy tanto me duele.

Después, ya más talluditos, roneábamos a algunas madrileñas que había en los primeros pisos turísticos por la parte de Las Acacias. Quizá no fueran pisos turísticos, sino herencias familiares o casas de la abuela. Cuando nos hartamos del mujerío ibérico, subíamos al Club Hispánico, y en la puerta escuchábamos, de rubias, acentos que no comprendíamos, pero nos fascinaban.

Extraño ahora en sueños, y así le comento al Doctor Manjarrés, aquellos días azules y aquel sol de la infancia. Han aparecido en sueños. Los creía olvidados. El Dios de la memoria. Que existe.

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