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Cataluña es el problema siempre aplazado de España, el fuego amenazador al que nadie nunca quiso acercarse. Desde la sublevación de mediados del XVII hasta la Transición, con Pujol convertido en una pieza clave del complejo ajedrez de la reconciliación. Y siempre dejando lo importante para la siguiente generación. A veces, por el interés aritmético de unos votos que bien sirvieron para sacar adelante varios Presupuestos encallados. Otras, por comprar una efímera paz social. Las más de las veces, por no empapar un granero electoral siempre útil para apuntalar mayorías absolutas. Y mientras, allí, esa semilla del odio que germinaba silente en las escuelas, con la Historia tergiversada sin escrúpulos para deformar el Reino de Aragón o retorcer textos como los de la Semana Trágica y elevar a mitos del martirologio catalanista la ejecución de Ferrer, el encarcelamiento de Companys o el regreso de Tarradellas. Y todo, con el prontuario de los 'Espanya ens roba', la superioridad industrial, la mano de obra perezosa que vino de Andalucía y así todo, hasta integrar en el metabolismo de nativos y charnegos el supremacismo consagrado por aquel principio de Goebbels de que «una mentira repetida cien veces se convierte en verdad».
Y de ahí al paisaje de barricadas en el que los radicales han convertido esta semana Barcelona, Girona, Lleida o Tarragona se ha transitado un camino que me temo irreversible. Ha sido devastador, más allá de ese escenario de calles ardiendo, de noches de caos en la Diagonal o la Travessera de Gracia, el diabólico adoctrinamiento de tantas generaciones. Niños, adolescentes y mayores con los ojos inyectados de furia y la sonrisa sádica iluminada por los cócteles-molotov. He de confesar, incluso, la enorme tristeza de observar a cierta distancia cómo alguien cercano al que tenía por cabal ha terminado por convertirse en un irracional incendiario al que me cuesta mucho reconocer. Imagino que será efecto directo de la involución, de tanto incendio provocado con el acelerante de la desidia institucional desde este lado del Estado. Con esa inexplicable «moderación» esgrimida por Pedro Sánchez en su absurda comparecencia en Moncloa de la noche del miércoles. Con ese estúpido concepto de Carmen Calvo, que tildaba de «razonable» la reacción salvaje a la sentencia del 'procés'. Lo de siempre. Todos puestos de perfil; desde Aznar a Rajoy, pasando por Zapatero, y Torra con la tea en la mano.
Y mientras, Barcelona en llamas en un desolador escenario de humo, escombros, miedo y tristeza. Mucha. Como en aquel atroz relato de la calle Larios del 36 que Gamel Woolsey resume en su 'Málaga en llamas': «La calle comercial más importante, también humeante y llena de escombros».
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