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El Ingreso Mínimo Vital (IMV) establecido por Real Decreto-ley 20/2020, como toda decisión política, puede y debe ser objeto de análisis y de crítica en el libre ejercicio de nuestra libertad de conciencia y de opinión. El debate sobre las rentas mínimas no es nuevo, pero ahora es cuando desde el Estado, en desarrollo del art 41 CE, se ha asumido la necesidad de una prestación de Seguridad Social, a nivel nacional, dirigida a prevenir el riesgo de pobreza y exclusión social de las personas cuando se encuentren en una situación de vulnerabilidad por carecer de recursos económicos suficientes para la cobertura de sus necesidades básicas. Las CC. AA. habían asumido, de una manera heterogénea, prestaciones que pretendían atender estas necesidades, y ahora el IMV se configura como el derecho subjetivo a una prestación de naturaleza económica que garantiza un nivel mínimo de renta a quienes se encuentren en situación de vulnerabilidad económica y una mejora de oportunidades reales de inclusión social y laboral de las personas beneficiarias.

La medida no ha salido de la chistera, ha sido consecuencia de muchos estudios y se ha acreditado que, implicando un considerable esfuerzo presupuestario, es viable como instrumento de equidad social. Como recuerda la norma, de acuerdo con la definición del INE y de Eurostat (personas que viven en hogares donde la renta disponible por unidad de consumo es inferior al 60 por ciento de la mediana de la renta nacional), en España 9,9 millones de personas (21 por ciento) en 4 millones de hogares se encuentran en riesgo de pobreza. Además, esta alta tasa de pobreza tiene una importante dimensión generacional y persistente en el tiempo, es decir, los hijos de los pobres tienen todas las papeletas de ser pobres.

¿Se puede hacer de otra forma? Todo es mejorable, pero con estos terribles datos y con el coronavirus y la crisis económica que genera, su necesidad es evidente. Pero si muy saludables son las críticas constructivas, muy indecentes son las campañas del estilo «dame una paguita», ya que expresan un rancio clasismo y un deliberado e inmoral deseo de estigmatización de los beneficiarios de la prestación (vagos, «perdedores»), mientras sus promotores se dan golpes de pecho apelando a una falsa meritocracia cuando en muchos casos no han dado un palo al agua en su vida más allá de aprovechar el patrimonio y los contactos sociales heredados.

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