No sé si será la edad, la experiencia o el convencimiento profundo de que en la vida, al final, las cosas no son nunca lo ... que uno espera; pero cuando cumplí los 45 me hice una promesa que me sigue funcionando como el primer día: dejar de vivir con la obsesión de tenerlo todo bajo control y aplicar ese mismo criterio a los demás. O lo que es lo mismo: fluir y dejar que los otros también lo hicieran. Y eso incluye algo de lo que me costó liberarme y que detesto profundamente: que me den lecciones. Seguro que usted es capaz de identificar en su entorno más cercano a más de una persona que vive permanentemente pendiente de la vida de los demás; y no sólo eso, sino que tiene la fórmula y el consejo exactos para que dejemos de ser un desastre porque él (o ella) sí que es perfecto y capaz de diagnosticar con una precisión asombrosa lo que tenemos que cambiar en nuestra vida basándose en la suya propia. Aplíquese a nuestra manera de comportarnos como hijos, amigos, parejas, compañeros de trabajo... o padres.
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Volvía a esta reflexión hace unos días, después de seguir por redes sociales la charla de un filósofo italiano que se ha convertido en uno de mis gurús de cabecera precisamente porque defiende esa manera de vivir sin culpa y de tener que estar siempre a la altura, sobre todo en nuestro papel como padres. Massimo Recalcati -les recomiendo que lo sigan- defiende la tesis de que tener unos padres perfectos causa «locura» en los hijos, y que no hay peor pesadilla que tener que vivir el sueño de otro. En este caso, el de tus padres. Aclaro, de partida, que tengo la suerte de tener unos padres que me han dejado hacer, y eso incluye también la sana posibilidad de rebelarme contra lo que esperaban de mí; de ver que, al final, con mis aciertos y mis fallos, en la balanza termina pesando para bien lo que el instinto me iba marcando. Pero, ay, también están esas personas del entorno que insisten, desde su perfección como padres, en cómo tienes que hacer las cosas, en cómo tienes que educar a tus hijos y en cómo tienes que moldearlos para que se parezcan a lo que se espera de ellos. Es decir, cómo lo tienes que hacer para que caigan en esa pesadilla de vivir el sueño de otro.
Y me doy cuenta de que ahí radican muchos de los problemas de nuestros adolescentes. Que sí, que también están las redes sociales, los excesos de todo tipo o los problemas de comunicación, pero en demasiadas ocasiones se nos escapa que el verdadero problema son los padres obsesionados por tener hijos perfectos y no, sencillamente, hijos normales, imperfectos y a pesar de todo felices. O como dice Recalcati: «Hay que enseñar a los hijos a tener una relación de amistad con la propia falta, porque no todo es posible». Y, sobre todo, aplicarnos esa máxima a nosotros mismos cuando ponemos el foco en la vida de los demás. Fluyamos más y no demos tantas lecciones, y si las damos asumamos que al otro lado, por fortuna, alguien ya habrá hecho el sano ejercicio de que todo eso le resbale.
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