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Siempre he creído que hay dos idiomas distintos, el que habla el hijo que tiene toda la vida por delante y que no comprende a los padres, que se obstinan en allanarle el camino poniendo asfalto en los baches donde ellos mismo tropezaron, pero a veces olvidando que conforme van creciendo, los padres pasamos a ser copiloto y en algún momento debemos bajarnos del viaje que a ellos solo les pertenece, y dejarlos conducir su vida con plena autonomía, la misma que queríamos nosotros a su edad. «Father and Son», «Padre e hijo», es una preciosa canción de Cat Stevens, que refleja en gran medida lo que quiero expresar en estas líneas. Desde la experiencia el padre de la canción aconseja a su hijo que «no es momento para hacer un cambio, tómatelo con calma. Eres aún joven, tienes mucho que aprender. Mírame, soy viejo y feliz». Además, el padre le recuerda que a él le pasó lo mismo cuando era joven y le pide que piense porque «tú estarás aquí mañana, pero puede ser que tus sueños no». Las mayores alegrías (y también las penas) vienen vinculadas a nuestra descendencia, sus éxitos son los tuyos y sus fracasos a veces los interiorizas más que ellos mismos, al pensar que tendrías que haber hecho algo más para que tu hija o hijo no pasara por un mal trago. Y aquí viene una cuestión delicada: ¿cómo compartir tus experiencias sin pasarte o quedarte corto? Entiendo que los padres tenemos el derecho y el deber de transferir a los hijos nuestros valores y experiencias, las que nos han hecho mejores y en las que hemos metido la pata, y siempre con el objetivo de no ver reproducidos en tu descendencia los malos momentos y si es posible que nunca pierdan una oportunidad de ser felices. Pero hay que hacerlo con talento y talante, ya que los hijos tienen derecho a vivir su propia vida y a la «legítima defensa», es decir, a cribar, de acuerdo a su conciencia y experiencia, ese irrefrenable deseo que algunos tenemos de organizarles la vida hasta la jubilación. Aquí no existe el manual «los padres perfectos» y la transición cada cual la gestiona lo mejor que puede y sabe, pero en el inevitable conflicto se debe respetar una regla sagrada entre los «contendientes»: quererse por encima de todo y de todos. Suele dar resultado. A mi padre, que me falta desde hace demasiado tiempo. A mi madre, que me quiere y me besa, aunque la enfermedad de Alzheimer no le permita poner nombre a las fotos de su vida. Si me permiten, a todos los padres y madres, los que están y los que se bajaron para siempre del camino. El mejor homenaje para ellos es intentar ser un copiloto soportable en el viaje de nuestros hijos, transmitiendo valores nobles para que a su vez ellos se conviertan en copilotos de los suyos.
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